El inexorable avance de la lógica de la barbarie


Jueves, doce de abril de 2012. Comentario a algunos titulares de la prensa del día:


“La monja acusada de robo de bebés se niega a declarar ante el juez” El País

Sor María aparece en la imagen que acompaña a la noticia con cara circunspecta, apesadumbrada, estoica bajo una nube de insultos y con mil arrugas que son las marcas de una vida coherente dedicada a aplicar a los demás el concepto del bien que le ha sido inculcado. En su criterio moral, ¿qué puede haber de malo en apartar a un recién nacido de la senda de Satanás?, ¿acaso no eran las madres solteras, adúlteras, impías, míseras, rojas o autoras de cualquier otro pecado mortal que las alejaba de la senda del único Dios al que sor María conoce, y que es, además, el único Dios verdadero? Sor María debe estar perpleja.


“Conde Roa defiende en el juzgado que no hay dolo en el impago” Faro de Vigo

Como también debe estar perplejo el alcalde de Santiago. Quién, si no él, arriesgó su capital para construir unas viviendas y ayudar con ello a modelar los pies de barro sobre los que se sostenía todo el sistema. ¿O acaso creíamos que, como dijera Le Corbusier, las casas son “máquinas para vivir”?. ¿No son las casas máquinas para multiplicar el dinero? Y ahora, a este probo promotor (y tal vez convencido defensor) del liberalismo se le achaca haber destinado el dinero de los impuestos a afrontar sus compromisos personales de pago. Él, un hombre coherente, de palabra, no puede andar dejando pufos por ahí. ¡Qué sería de su reputación! En la lógica liberal, y también en su fe inquebrantable, estamos castigados a ganar el pan con el sudor de nuestra frente: A cada boca, una frente... Y a lo único que llevan los impuestos es a compartir panes y sudores. Visto así, lógicamente, no hay dolo en el impago.


“Las granjas cobran por la leche menos que cuando entró el euro” La Voz de Galicia

¿Y qué pasa?, piensa, perplejo, el teórico liberal, ¿qué tiene que ver lo que cobran las granjas con el primer mandamiento del modelo de mercado, que no es sino la ley de la oferta y la demanda? Las cosas valen lo que el consumidor esté dispuesto a pagar por ellas. Se trata de un pacto entre el que paga y el que pone los precios. Y en un sistema que promueve a los intermediarios (para que se mueva la economía), el que pacta con el consumidor no es el productor, sino el último de los intermediarios. Y en la alimentación, como sector básico y estratégico que es, los intermediarios se han concentrado (centrales de compras, distribución, grandes superficies...). Así, son los que deciden cuánto están dispuestos a pagar al productor y, al mismo tiempo, tratan de influir en el deseo del consumidor para que esté dispuesto a pagar mucho más. Las herramientas de esa influencia son la estrategia de marca, el marketing, la publicidad y todo tipo de valores intangibles y, en menor medida, las transformación, la calidad y la seguridad alimentaria, que en la mayoría de los casos se ciñen a unos estándares legalmente impuestos.
El otro discurso, frente a la oferta y la demanda, que nos habla de valor de uso y valor de cambio, que nos habla de la plusvalía como valor del trabajo, y que nos debería hablar de otros costes, como el medioambiental y de otros condicionantes como el tratarse de un bien de primera necesidad, está hoy descartado por ser el fundamento argumental del marxismo o de los modelos intervencionistas.
Según los datos de la información, un ganadero cobra 310 euros por cada tonelada de leche que vende. Un consumidor paga 800 euros por cada tonelada de leche que compra (si tomamos como referencia un precio de libro de 0,80, es decir, barato).
Cuando yo era pequeño, mi madre me mandaba todos los días a la casa de la señora Carmen con una lechera esmaltada. Yo tenía que recorrer el carreiro de Lola (de unos 50 metros) para llegar. Si hubiese sido espabilado y "liberal", habría ganado más en ese minuto de camino que la señora Carmen comprando, criando y alimentando a la vaca. Sólo tendría que haber engañado, o de alguna manera engatusado, a mi madre sobre el precio.
Un engaño que, en el modelo de mercado, no es tal sino pura lógica.


“Sin piedad”. Maruja Torres. El País (muy recomendable)

Dentro de ese esquema de arrasamiento y derribo, claro que Rajoy y sus acompañantes constituyen la mejor opción. Lo que tienen que hacer lo hacen rápido, de un tajo, limpiamente, sin remordimientos”.
Lógicamente, como Sor María, como Conde Roa y como las grandes cadenas de alimentación... Sin remordimientos.

Elogio de desórdenes y enemigos

La crisis es un castigo y una cortina de humo. No se trata de salir a cualquier precio


Una gran parte de comerciantes y pequeños y medianos empresarios exhiben con orgullo un conservadurismo incondicional que hoy es también bandera de muchos profesionales. Se trata de una clase media que se desmorona en este cambio de era, que agoniza como un cachorro que mira con ojos de amor cándido el rostro imperturbable de su verdugo.

Solo una confianza ciega puede impedirles vislumbrar el hecho innegable de que, al contrario de lo que ha sucedido en otras crisis anteriores, la reactivación del consumo no es esta vez un objetivo. Mientras la social-democracia europea tejía su quimera del estado del bienestar, los poderes basados en la especulación, de carácter liberal, eran cada vez más conscientes de que el estado del bienestar (tal como se entendía, basado en un ansia de consumo innecesario y caprichoso) era algo insostenible, inviable: “es imposible que todo el mundo sea rico, pero no lo es que nosotros sigamos siéndolo”, debieron pensar.

He querido hacer esta reflexión después de leer los resultados del Informe del Observatorio del Mercado Premium y de Productos de Prestigio (y antes de que se encendiera la mecha de Valencia). En el documento, elaborado por el Instituto de Empresa Bussiness School, se da la siguiente definición de una marca Premium: “es aquella cuyos productos presentan un precio tres veces mayor al precio medio de los productos de su categoría”. Consideramos, por lo tanto “rico” a aquel que está dispuesto a pagar por algo al menos tres veces más de lo que vale.

En todo el mundo, el consumo de este tipo de productos se ha disparado. Y los especuladores siguen siendo los mismos: aquellos que, por un arte de birli birloque, son capaces de multiplicar (al menos) por tres una inversión sin moverse de un sillón. Es decir, que para ellos sigue habiendo dónde apostar, ya que los productos de lujo son solo un ejemplo ínfimo de las paradojas de la economía liberal.

El estudio que he citado se refiere solo a España. En este ámbito, los clientes de este tipo de mercado son, a partes iguales: españoles realmente ricos, turistas y los denominados “públicos aspiracionales”, personas que se sienten bien experimentando esporádicamente el dudoso placer de actuar como si fueran ricas.

En las últimas décadas, las sinergias aspiracionales han sido el fundamento de la publicidad. Han sido el principal argumento de venta de los mismos empresarios y comerciantes a los que hoy se les llena la boca diciendo que hemos querido vivir por encima de nuestras posibilidades. Y parecen no darse cuenta de que esa ha sido la razón de su prosperidad. Y que ahora está siendo también la causa de su ruina.

No hace falta ser un Nóbel de economía para entender que, en un sistema cerrado, es imposible mantener un ritmo interminablemente creciente de producción, beneficios empresariales y bienestar social (entendido como capacidad consumo, además de acceso a los servicios básicos). Aunque nos hayan dicho lo contrario, el deseo es un instrumento de la especulación, que lo único a lo que conduce es a la desigualdad, a la concentración de la riqueza en aquellos con capacidad de hacer apuestas sobre el deseo. De un lado, una burbuja de vacío (¿qué es sino vacío lo que hay entre el valor de uso y el valor de mercado, entre el precio de una marca estándar y el precio multiplicado por tres de una marca premium?) y, del otro, los beneficios tangibles de los especuladores.

Pero la economía, excepto para los trabajadores y para esos comerciantes y pequeños empresarios, ya no es un sistema cerrado. Se ha desarrollado una “economía global” y, con ello, una válvula de escape para los especuladores. Ya no hay que reactivar el consumo local castigado por la crisis para evitar que los especuladores se vean afectados por la crisis. Basta con que busquen otros mercados. Esta burbuja explota mientras otra se empieza a llenar de vacío en algún otro lugar, en algún otro segmento de consumo, en algún otro sector...

Esta crisis no solamente va a dejar en la estacada a los trabajadores (como siempre) y a los empresarios y comerciantes de bienes de uso (muchas veces, en sectores como la alimentación o los servicios públicos, de bienes de necesidad), sino que también va a abandonar a su suerte a países enteros en los que la burbuja del deseo se ha desvanecido. Grecia es una muestra, como lo es España, Italia; como lo fue Islandia, y antes Argentina, Brasil, Venezuela...

El modelo liberal, tan pragmático, tan racional, tan carente de sentimientos, maneja con maestría los sentimientos de sus peones: el deseo, el ansia de libertad del cow-boy de Malboro, el mensaje de paz revivido con Coca Cola junto al árbol de Navidad..., “la chispa de la vida”.

Y en momentos como éste maneja también el miedo y la esperanza. En España, por ejemplo, la aplastante victoria de los conservadores estuvo adornada por el cartel del cambio, cuando la realidad es que se les ha votado porque se considera que son los que mejor pueden gestionar el modelo económico en el que estamos inmersos. Después de todo, es su sistema. De hecho, el mensaje es claro: basta de tantas subvenciones, basta de tantas prestaciones, basta de tantos servicios públicos. El Estado no puede derrochar... ¡Qué mal íbamos por ese camino!

Una cortina de humo. El verdadero derroche han sido los beneficios “interminablemente crecientes” de los bancos (ese dinero repartido a toneladas en las últimas décadas está en algún sitio); el verdadero derroche han sido las burbujas, esa descompensación brutal entre el valor de uso y el valor de mercado; el verdadero derroche ha sido creer que bienestar significa pagar por algo al menos tres veces más de lo que vale. Es curioso que el español que se habla en Cuba, la palabra especular signifique presumir.

En esa economía especulativa, estadística, predictiva, intangible, improductiva, regida por valoraciones de riesgo y por la evaluación de la salud del sistema financiero y en la que, además, para lograr “credibilidad” no es necesario reactivar el consumo (las economías personales o familiares) sino las grandes cifras, lograr resultados positivos no parece una tarea difícil. Bastaría con esclavizar el trabajo: eliminar las garantías de estabilidad de los trabajadores, congelar sus sueldos, aumentar las desigualdades sociales... Como bien saben los liberales, y además no lo disimulan, el único escollo es la política. Porque solo el desorden podría evitar el cumplimiento del sueño liberal. La necesidad de paz social obliga a mantener el espejismo de la democracia. Por eso el avance ha de hacerse de una forma sutil: tres pasos hacia adelante y uno hacia atrás. O, según desde donde se vea, tres pasos hacia atrás y uno hacia adelante. Para que el modelo especulativo-financiero (liberal) avance, es necesario que la parte “social” de la economía social de mercado (el modelo socialdemócrata) retroceda. Tan cierto como la ley de vasos comunicantes. Si en algún momento parece que ambos intereses se conjugan, se nivelan, es porque en algún lugar hay una burbuja de aire.

No tengo ninguna duda de que los estadistas liberales están en el camino de salir de “su” crisis. Pero, para los trabajadores y para esos comerciantes y pequeños empresarios, salir de la crisis no vale de nada si ello implica hacer más ancha y profunda la zanja de la desigualdad, perder servicios y prestaciones esenciales (en la sanidad, en la educación...) y, en definitiva, reducir el nivel de vida de los ciudadanos (que no el ansia de satisfacción inmediata del deseo. Porque los especuladores seguirán ganando con otros trabajadores (más empobrecidos); con otros comerciantes (de los países emergentes) y con otros pequeños y medianos empresarios (de países o sectores de actividad que se ajusten mejor a sus necesidades coyunturales).

¿Por qué en lugar de consolidar el nuevo nivel (bajo) de la parte social a causa de la explosión de la burbuja no se trasvasa parte de la riqueza que se acumula en el otro lado? Incluso en los modelos políticos actuales, las expropiaciones y nacionalizaciones son posibles. Es posible castigar a quienes hincharon la burbuja especulando. Islandia lo ha hecho. Es posible que los bienes y servicios esenciales, como el agua, la energía, la educación, la sanidad, las comunicaciones... pertenezcan al Estado para que puedan ser distribuidos de una forma más justa y equitativa. Es posible avanzar en la igualdad. Esto, aunque tal vez no alegre a las agencias de calificación y beneficie e la “buena imagen” de un país, es también un camino para salir de la crisis.

Estos días, Rajoy llamaba al orden para mantener la imagen de España, para garantizar la buena marcha de sus planes de salida de la crisis. El orden, siempre el orden. No es nada nuevo. Una vez más recuerdo el célebre último texto de Rosa Luxemburgo “El orden reina en Berlín”. De nuevo recomiendo encarecidamente su lectura.

Probablemente sin saberlo, el jefe de la policía de Valencia ha dado en el clavo. Esa pugna de vasos comunicantes entre el capital especulativo (improductivo) concentrado en pocas manos y el trabajo, y si queremos también el consumo y el capital no especulativo, es decir, el pueblo (incluidos trabajadores, profesionales, comerciantes y pequeños y medianos empresarios) no es más que un modelo de lucha de clases. Para quien representa a uno de los lados, el otro es el “enemigo”.

Para corregir la actual tendencia, reconozcámoslo, distorsionar el orden, expresar de una forma eficaz y lesiva para la otra parte el cabreo, indignación o como queramos llamarle, no es un mal comienzo. Levantar las manos, concentrarse un ratito en la calle y hablar por un megáfono no basta. Porque eso no molesta a nadie. A nadie.

Nubarrones web 3.0. Lo de MegaUpload es solo el principio.


No creo que las verdaderas razones del cierre de MegaUpload tengan que ver con los daños que causa a la industria de contenidos y entretenimiento. En el actual campo de operaciones, esa batalla está perdida. La red, tal y como esta concebida en la actualidad, con la información y la inteligencia distribuidas de acuerdo con el modelo conocido como 2.0, hace que sea imposible evitar que cualquier usuario pueda almacenar en sus dispositivos (en su casa) una información que puede compartir con quien le de la gana. Y, al disponer de una máquina inteligente, o con capacidad de “tomar decisiones”, nadie puede impedir que instale un programa que racionalice ese acto de compartir: que busque aquellos lugares en los que la información demandada está disponible en cada momento porque alguien ha decidido voluntariamente compartirla. Es así como funcionan los programas P2P.

Pero la amenaza de las redes distribuidas para aquellos que tienen vocación de poder y de dominio va mucho más allá. De la misma manera que circula la información que contiene discos y películas, también se distribuyen ideas y datos que, convertidos en “opinión pública” en el ámbito político, o en “decisiones de compra” de los consumidores en el ámbito económico, pueden hacer mucho daño a sus aspiraciones conservadoras: desde el movimiento 15M y Occupy Wall Street, hasta el boicot a una multinacional por utilizar el trabajo de esclavos en países económicamente sometidos.

Los poderes políticos y económicos con voluntad de dominio han dado un paso equivocado, y ahora tratan de volver a su senda. Hace unos días circuló una viñeta por las redes en el que un poderoso decía: “os vamos a joder internet. Lo usais para pensar y nosotros os lo dimos para lo contrario”.


Efectivamente, internet nació en el contexto de una cultura de masas, pero su evolución provocó el efecto contrario: una creciente desmasificación. Hoy, la red es un obstáculo para el pensamiento único, porque faculta la difusión de pensamientos alternativos; hoy, la red es un obstáculo para el mercado globalizado y dirigido, porque faculta el intercambio de bienes y servicios sin que sean necesarios los grandes esfuerzos de intermediación y promoción característicos de la cultura de masas.

Esa necesidad de grandes esfuerzos de intermediación y promoción es la base de la actual economía. La industria discográfica es emblemática de un fenómeno muchísimo más amplio y generalizado. Por eso vale como ejemplo. Hay miles de compositores e intérpretes con ansia creativa. Y hay millones de consumidores ávidos de disfrutar de composiciones e interpretaciones. Pero, una vez superada la dificultad técnica de llevar la música más allá de las salas de conciertos y de las plazas de los pueblos, el proceso de hacer llegar una obra a muchos consumidores era muy costosa. Había que grabar un disco, distribuirlo, darlo a conocer y venderlo. La industria tuvo que rentabilizar todo ese proceso y lo hizo aprovechando la cultura de masas. La clave era elegir a muy pocos creadores para hacer llegar su obra al mayor número de consumidores posible. Al principio era una apuesta, sí, pero como toda la economía basada en el concepto de riesgo, el poder se aseguró de apostar siempre con boletos premiados. A través de estrategias de integración vertical, una misma persona (o un mismo grupo) controla la oferta (quiénes son los artistas elegidos) y la demanda (los gustos de los consumidores).

La web 2.0 redujo al máximo aquellas dificultades iniciales de relación entre el creador y el consumidor de su obra. Y, en general, entre todo tipo de productores y consumidores. Ya no hay que grabar un disco, distribuirlo, promocionarlo y venderlo. Alguien, en el salón de su casa, puede digitalizar una canción y otra persona (o miles de personas) pueden disfrutarla al instante.

Y podemos imaginar esto mismo aplicado a otros tipos de creación, a la ciencia, al conocimiento, a la política, a la comunicación, a la energía... Porque el salto tecnológico y social no se limita al intercambio de información y a internet. Hoy tampoco es estrictamente necesaria una red de distribución de energía, o una producción en masa con complicadas necesidades logísticas, o una Administración centralizada y con demasiada capacidad de decisión delegada durante largos periodos.

Y, si lo vemos de una forma objetiva, la cultura de masas ha sido un fracaso. Podemos establecer como fecha de explosión de la masificación el final de la Segunda Guerra Mundial. Aunque los sistemas de producción en cadena son anteriores, fue en la segunda mitad del siglo pasado cuando se perfeccionaron los sistemas de distribución y, sobre todo, de marketing y comunicación; cuando se desarrolló la denominada “industria cultural” y cuando se mercantilizó el conocimiento (con ejemplos tan inhumanos como el de la industria farmacéutica).

Pese a la vertiginosidad de esos tiempos y al perfeccionamiento de las herramientas, nadie desde entonces ha podido hacer sombra al “Quijote”, al “Ulyses”, a los sonetos de Shakespeare, a “En busca del tiempo perdido”, a “La Metamorfosis”...; nadie se ha acercado a la perfección del Jardín de las Delicias, de Los Fusilamientos del 2 de Mayo, de Las Meninas, del Guernica, de La Habitación de Van Gogh...; o al rigor y la coherencia estética de Jackson Pollock o de Kandisnky; nadie ha repetido un descubrimiento con el alcance de las vacunas de Pasteur o de la penicilina de Fleming. Ninguno de ellos creó en previsión de royalties, de patentes o de “derechos de autor”. En todo caso, eso vino después.

El objetivo de la cultura de masas ha sido eminentemente económico, estratégico, finalista. Primero se decide a dónde se quiere llegar y después se estudia el mejor camino para lograrlo. No hay lugar para lo inesperado. En la cultura de masas, la creatividad es mentira.

El paradigma de este tiempo fue, tal vez, la batalla que libraron Tesla y Edison por la energía que habría de mover el mundo. El primero, inventor creativo (de la corriente alterna) y partidario del sistema más adecuado y eficaz (como la transmisión sin hilos), murió arruinado, loco y olvidado; el segundo, cuyo modelo creativo fracasó (la corriente continua) fue un estratega en busca del sistema más rentable económicamente (aunque fuera menos eficaz, menos justo y menos razonable) y murió rico y entre honores. Por el camino se quedó con el modelo de Tesla (el negocio de la energía de corriente alterna); con la patente del cine de los Lumiere y con la película de celuloide inventada por Eastman. Y creó la General Electric, fundadora del Down Jones y emblema del capitalismo (y también la empresa que creó el reactor nuclear de Fukushima). La clave de la victoria (económica) final de Edison y la General Electric fue el uso de las relaciones públicas y la comunicación. Porque, en realidad, el vencedor de la Guerra de las Corrientes había sido la corriente alterna de Tesla y Westinghouse.

El avance de internet hacia un modelo de red distribuida marcó un nuevo rumbo. Un camino coincidente con la propia evolución de la sociedad, consciente del carácter “insostenible” de la economía basada en la cultura de masas: por su afán uniformador, por su excesiva dependencia de energías no renovables, por sus efectos sobre el clima, por la concentración de poder en las corporaciones, por su escasa capacidad creativa...

Y la sociedad empezó a aprovechar las nuevas posibilidades de ese modelo de red: voces y creaciones individuales llegaron a millones de personas sin apenas esfuerzo económico, gracias a la creatividad, la oportunidad o la sorpresa; el conocimiento alternativo de universidades, científicos, programadores, blogeros o grupos de hackers empezó a ser compartido; surgieron nuevos modelos de gestión de la propiedad intelectual como Creative Commons; eclosionaron nuevos movimientos críticos, como Anonymous, Wikileaks, la Primavera Árabe, el 15M, Occupy Wall Street; resucitaron actitudes como la empatía, la solidaridad o la voluntad de compartir; nacieron proyectos de redes descentralizadas, como Freenet, Wireless Commons y las comunidades inalámbricas...

Por este camino, solo sería cuestión de tiempo que creadores, productores y público, se dieran cuenta de lo absurdo que resulta mantener la economía especulativa basada en una cadena de valor añadido en la que muchos de los eslabones ya no son necesarios: ¿por qué mantener una carísima infraestructura de distribución de energía si ya hay tecnología suficiente para garantizar modelos de autoproducción?; ¿por qué pagar una infraestructura de distribución de información centralizada (como Movistar) si los ordenadores actuales tienen capacidad para recibir y distribuir la información a través del espectro electromagnético?; ¿por qué mantener complicadas cadenas de producción en serie, de logística, distribución y transporte, si es posible, con los mismos costes, hacer productos ajustados a los gustos y necesidades individuales, en muchos casos incluso personalizados?; ¿por qué mantener las actuales estructuras a largo plazo de toma de decisiones políticas por delegación si es posible conocer prácticamente a tiempo real la voluntad popular? ¿por qué mantener una economía basada en las estimaciones de futuro si la inmediatez hace que el futuro deje de existir?; ¿por qué aguantar que nuestra salud dependa del negocio farmacéutico y sus patentes si hay científicos y Universidades dispuestas a compartir sus conocimientos?.

La actual crisis económica podría no ser más que el último intento desesperado de la vieja economía por recoger beneficios antes de quemar las naves. Pero el ataque contra MegaUpload, el interés creciente por estandarizar los lenguajes de la web, la presentación de nuevos productos como i-Cloud y nuevos dispositivos, nos indican más bien que se trata de dar marcha atrás, de remasificar, de garantizar un mayor control centralizado.

El camino que abre la idea de “la nube” y la “web 3.0” es el de la reducción de la inteligencia distribuida. Pretenden que los ordenadores personales no sean más que terminales “tontos” y sin capacidad de memoria de una gran inteligencia artificial y base de datos controlada por los proveedores: la nube.

El nuevo escenario nos es presentado como un gran avance. Podemos disponer de la información desde cualquier lugar y en cualquier momento; no necesitamos instalar software en nuestros ordenadores porque los procesos se realizan en la nube. Pero, en realidad, lo que de nuevo hacen es cerrar las puertas a la espontaneidad, a la creatividad, a la posibilidad de compartir, de empatizar, de solidarizarnos...

Ojo, que esta nube anuncia tormenta.

Igualdad y autosuficiencia para ser libres

En el año 1980, el “futurista” norteamericano Alvin Toffler adelantaba en su obra “La Tercera Ola” algunos de los principales argumentos de los debates de la era posindustrial, o posmoderna. Si hoy leemos este libro probablemente nos sorprenderemos de la ingenuidad con la que Toffler afrontó algunos de los cambios que intuía que se avecinaban. Pero sobre todo nos admiraremos de hasta qué punto acertó en la mayor parte de sus predicciones.
 
Falló, sin embargo, en la fundamental. “La Tercera Ola” plantea un futuro optimista. Hoy, cuando ese futuro ha llegado, nos damos cuenta de hasta qué punto estaba equivocado. Desde la condición posmoderna, y con la referencia de una Europa que avanzaba en la “economía social”, Toffler predijo una sociedad del ocio, con personas que disponían de más tiempo para ocuparse de sus aficiones e intereses individuales. Pero lo que llegó fue una sociedad del paro. En realidad, en el fondo es lo mismo: menos trabajo para igual (o mayor) número de personas. Así, como Toffler predijo, resultó ser la sociedad posindustrial.

Pero, también en los 80, se derrumbó del contrapeso que evitaba el avance salvaje del capitalismo. Por una parte, se desmoronó el “socialismo realmente existente” y por la otra, y sobre todo, se perdió la conciencia social (y la consciencia de clase). Los trabajadores perdieron su identidad y, con ella, la posibilidad de identificarse, de empatizar. El individualismo liberal alentó la competencia (los técnicos liberales dirían competitividad), y el espejismo del ocio alimentó la apatía ante las consideraciones ideológicas. Avanzamos vertiginosamente en la libertad a costa de la igualdad. Los deseos de una sociedad del ocio se desvanecieron en esa carrera que dejó de lado la carga de las conquistas sociales para que cada uno pudiera correr libre de ese peso (libre de esa conciencia) en su competición particular.

Pero esta carrera no se tradujo en un aumento significativo de los salarios de los supervivientes de la competición (los que tienen trabajo), pero sí provocó el empobrecimiento de los que se quedaron por el camino (los parados). Entonces, ¿a dónde ha ido a parar la riqueza que debería haber financiado el ocio (en el modelo posmoderno) o enriquecido a los trabajadores más competitivos y los “emprendedores” (en el engaño liberal)? Evidentemente, se lo han quedado los intermediarios, los especuladores. Los que, sin necesidad de participar en la competición, se dedicaron a hacer apuestas.

Pero inclusos éstos están sometidos a presión. La necesidad de la existencia de los intermediarios está hoy en entredicho, tal y como también predijo Toffler. En los 80 se creyó que el cambio de ciclo se produciría entre el sector industrial y el sector servicios (como antes había habido un tránsito entre el sector primario y la industria). Pero todo se ha complicado mucho en estas últimas décadas.

En lo que sí acertó fue en señalar que la clave de la evolución en la sociedad posindustrial sería la distancia entre la producción y el consumo y entre la producción para el uso y la producción para el mercado. Y es ahí donde introdujo un concepto clave: el prosumo. El prosumidor es capaz de producir para consumir; como en la “primera ola” hacían las pequeñas comunidades de agricultores.

En su “audaz ingenuidad”, Toffler soñó al prosumidor que podía guardar en forma de datos informáticos sus dimensiones corporales en “una cita de casete” para poder introducirlo en una máquina doméstica que le fabricaría la ropa. Y citaba también otras concepciones posmodernas como el “hágalo usted mismo” (lo que podríamos llamar “fenómeno Leroy Merlin”) y los métodos de auto-ayuda.

Pero el prosumo ha ido mucho, muchísimo, más allá: prosumidor es, por ejemplo, el enfermo de diabetes capaz de inyectarse insulina (lo que hace innecesario un profesional sanitario que lo haga), y es también prosumidor el que aprende a utilizar un programa de autoedición (lo que hace innecesario un editor), o el que utiliza un estudio casero para grabar su música; o el que usa una impresora; o el que descarga y ve las películas en su casa (incluso pagando); o el que tuitea una noticia... Hay miles de situaciones cotidianas que representan “prosumo”. Y detrás de cada una de ellas hay un intermediario cuya necesidad se desvanece.

Pero, sobre todo, se desvanece la necesidad de los “apostadores”, de los especuladores: la industria que apuesta por un cantante, o por una película, … o por una energía. Son éstos, los “apostadores” o, por usar el término económicamente usual, los especuladores, quienes tratan hoy de rapiñar todo lo que pueden ante lo que se les avecina. 

Pienso, por ejemplo, en las empresas energéticas, que mantienen una gigantesca infraestructura de distribución que a día de hoy resulta innecesaria. Una infraestructura de distribución que es, además, una herramienta de poder. Son estas empresas las que, ante la ruina de una familia o de una pequeña empresa, tienen las mayores posibilidades de cobrar antes que nadie: pueden cortarte la luz y, con ello, cualquier esperanza de salir a flote. El Consejo de del pasado 18 de noviembre aprobó allanar el camino a la “generación distribuida” y preparar las condiciones “para dar paso al autoconsumo”. Según el resumen que hizo el Gobierno, “la paulatina entrada de este tipo de pequeñas plantas modificará el actual modelo centralizado de grandes instalaciones eléctricas al promover un nuevo sistema de generación cada vez más distribuida, con importantes ventajas para el sistema y consumidores”.

Pienso también en cómo los programas de intercambio de mensajes como el de “BlackBerry” o el “What's up” han forzado a las grandes compañías telefónicas a ofrecer a sus abonados mensajes de texto gratuitos. Pero es que, además, ¿qué sentido tiene el cobro de las conversaciones telefónicas?. Por internet circulan datos que tanto se convierten en imágenes, como en sonidos, como en textos. No hay ninguna justificación para el mantenimiento de un servicio, el de la telefonía convencional, claramente superado por otra tecnología de uso masivo. ¿Y quien nos dice que con el tiempo no serán innecesarias también aquí las infraestructuras de distribución? Los sistemas peer to peer (P2P) pueden no haber sido más que el rudimento de un modelo en el que “la nube” conformada por todos los ordenadores de particulares pueda actuar como un gigantesco disco duro, de todos, pero sin dueño. Hace unos días, el Juzgado Mercantil número 4 de Madrid absolvió a Pablo Soto, que creó programas que facilitan el intercambio de archivos entre particulares. Estos programas son utilizados para compartir música y películas pero, en una “nube” puede haber también software de todo tipo, una ilimitada capacidad de memoria y, con el tiempo, puede que también modelos de gestión de las señales electromagnéticas que hagan innecesarios a los proveedores de este tipo de servicios.

De entrada, las grandes compañías de hardware, probablemente en connivencia ya con los proveedores de internet, han empezado a “atontar” los dispositivos personales para limitar su capacidad de memoria y su autosuficiencia. La batalla inmediata se producirá por el control de “la nube” y por la ubicación física de la inteligencia artificial y, como siempre, habrá un acuerdo tácito entre los combatientes: desarmar al pueblo. Pero ahora, esta maniobra para desactivar las tentaciones revolucionarias es más difícil, ya que la tecnología es mucho más accesible: hay niños de 15 años capaces de fabricar ordenadores, programarlos y crear redes. Son, también, “prosumidores” de tecnología.

El error de Toffler fue el de ser optimista, creer que la riqueza se redistribuiría independientemente del trabajo. Centró su análisis en la distancia entre el productor y el consumidor y previó que esta distancia se acortaría. Pero no se percató de que los cambios estaban también creando una nueva clase: la de unos intermediarios dudosamente necesarios entre la producción y el consumo cuyas ganancias se basan en apuestas irracionales: sobre el deseo, el valor emocional de las marcas, las tendencias, el comportamiento de los consumidores o de los eslabones de la cadena de distribución, la evaluación de riesgos, el clima... Desde los años 90 del siglo pasado, la bolsa CMA de Chicago extendió un modelo, hoy universal, de contratos de “derivados del clima” en el que la rentabilidad depende de la temperatura media (o HDD, Heating Degree Day) de un determinado periodo.

El fundamento de esta nueva clase de especuladores fue el dinero (para apostar), la información (para acertar el resultado) y el poder político (para lograr el resultado deseado). Un dinero que sale, como siempre, del mismo lugar: el esfuerzo o la habilidad del productor. Es decir, del trabajo. Y, en frente, el capital, con dinero y capacidad de comprar conocimiento (información) y poder político.

El error de Toffler, de formación marxista, fue también el de haber tratado de enterrar a Marx cuando todavía estaba (está) vivo. La actual lucha de clases se da entre especuladores, que dependen de la complejidad del mercado y de las diferencias sociales, y prosumidores, que pueden aprovecharse de la sencillez facilitada, entre otros aspectos, por las nuevas tecnologías y que dependen de la igualdad (peer to peer, por ejemplo, significa algo así como “de igual a igual”).

En la nueva era, solo la autosuficiencia y la igualdad nos podrán hacer libres. Por eso hay que luchar.

#gratisnotrabajo. El futuro sin futuro del “maltrabajo” “malpagado”

Arbeit machjt frei”, “el trabajo os hará libres”. Era así como recibía el campo de extermino nazi de Auschwitz a los condenados a una vida breve de esclavitud y sin futuro. Para Marx, en El Capital, trabajador significa “fuerza de trabajo que se pone en movimiento a sí misma”. Trabajo y trabajador son la misma cosa. De ahí que quien compra trabajo está también comprando a quien lo ejerce. Es el fundamento de la lucha de clases que lleva al empleador a explotar (sacar el máximo partido posible) al trabajador que es explotado, esclavo por cuanto, al no ser dueño de su trabajo por haberlo vendido, tampoco lo puede ser de sí mismo. ¿Quién ha dicho que el marxismo está anticuado?

Hace unos días me indignó conocer que alguien había ofrecido a una trabajadora un pago de 0,75 euros por cada texto que escribiera para promocionar un producto. Es decir, por hacer periodismo al uso. Por lo que pude saber, se trataba de una empresa de distribución de regalos de boda que quería hacerse con una legión de periodistas para que, según reza el contrato, “hablen de nosotros y nuestros artículos, promociones, productos, etc... siempre favorablemente y de manera positiva en foros, directorios de artículos, directorios web, redes sociales, etc.”. Es curioso cómo el contrato habla de las características de los textos y de la retribución: “será de 0.75 euros/artículo, debiendo contener un mínimo de 800 caracteres y estarán sujetos a unos términos de calidad basados en la ortografía, semántica y expresión”. Evidentemente, el uso incorrecto del gerundio “debiendo” y la falta de concordancia entre las frases deberán ser muestra de lo que no se debe hacer. Efectivamente, estas personas necesitan de alguien que les haga la redacción.

El cabreo ciego que me provocó el precio con el que el empleador intentaba en este caso esclavizar a la trabajadora me impidió entonces reparar en las propias características del trabajo. Lo que ofrecen es un empleo de prostitución: hablar bien de algo para sacar un rendimiento económico. Es decir, por hacer periodismo al uso. Desde el punto de vista de una profesión seria y bien regulada, esta oferta sería ilegal y, probablemente, perseguible de oficio. Sería, por ejemplo, como proponer a un arquitecto que certifique obras sin comprobar que merecen ser certificadas. O como presionar a un médico para condicionar sus prescripciones (glups... esto también se hace!!!).

Eso de pagar a un periodista para que “hable de nosotros (…) siempre favorablemente” es... ¿cómo calificarlo?

Recuerdo que hace ya muchos años, cuando las dictaduras militares aplastaban Sudamérica, algunos periodistas españoles se prestaron a realizar trabajos infames de propaganda y repartían pequeñas cantidades de dinero cada vez que un colega citaba alguna de las consignas ideadas para desviar la atención de la opinión pública de los crímenes que se estaban cometiendo: el Mundial de Fútbol de Argentina, el nombre de algún futbolista... Daban, por ejemplo, cinco duros cada vez que un redactor escribía la palabra mágica. Y hubo –me consta– quien los cobró.

Pero la prostitución de la profesión periodística no siempre es tan cruda y evidente. Hay ejemplos más sibilinos, como el trabajo sincronizado del grupo Prisa para promocionar la producción de su industria cultural: libros, discos, etc. Esa industria cultural de camarillas que ahora tiembla ante la posibilidad de que sea el consumidor el que pueda elegir sin la presión de las “palabras a cinco duros” de periódicos, productoras y demás intermediarios.

El trabajo de difundir ideas o de promocionar productos es un empleo digno y, en algunos casos, provechoso. Sobre todo si puedes decidir qué ideas difundes y qué productos promocionas. Es decir, si eres el dueño del trabajo. Esta ha sido una salida para muchos profesionales del periodismo, que trabajan como consultores de comunicación, como directores de comunicación, como redactores de publicidad... Como supongo que pasa en todas las profesiones, habrá de todo, pero digamos que es un desempeño que se puede hacer dignamente y sin necesidad de taparse las narices. Eso sí, con estos prejuicios nunca te harás rico. Pero lo fundamental es que el producto del trabajo no se base en el engaño. Para aquellos que todavía creen (creemos) en la conciencia (y también en la consciencia) se abren campos tan interesantes como la difusión de iniciativas de justicia social o la creación de cooperativas de información y comunicación. Y para los que no, pueden vender cocacola (pero reconociendo que venden cocacola).

Y aprovecho para hacer una aclaración. Cuando en pleno cabreo el otro día empecé a tuitear el #gratisnotrabajo, los responsables de una revista de filosofía para la que hago algunas colaboraciones se dieron por aludidos (y eso que pagan unas 200 veces más que lo ofrecido en el anuncio). Hay también en la afición de escribir una necesidad vital que hace que a veces nos sentemos ante el ordenador para pasar un buen rato (como ahora mismo). ¡Pero no para hablar de regalos de boda por 0,75 euros, joder!

En el periodismo de medios de comunicación, ese al que todos los que lo abrazamos, sobre todo hace unos años, lo hicimos por idealismo, ha pasado todo lo contrario. La necesidad de engañar para asumir la “línea editorial” del empresario (o grupo) de turno, ha sido integrada en la normalidad. Supongo que hoy, la pronunciación de la expresión “cláusula de conciencia” en un periódico estará castigada con el despido fulminante. Además, y también me ha pasado, cuando trabajas para un medio puedes caer en una especie de síndrome de Estocolmo que te hace creer que justo ahí (¡que suerte la tuya!) estás libre de los afanes manipuladores.

Ese periodismo es hoy una profesión sin futuro. Y los periodistas que insistan en tolerarlo (es cierto que muchas veces por necesidad) estarán condenados a un futuro sin futuro. En realidad, como todos los futuros posibles. El error, como en casi todo, fue nuestro. Los que en los años 80 del siglo pasado apostamos por la frivolidad (y entonces unos salarios dignos) en lugar de pelear por unos colegios profesionales que cumplieran con su labor reguladora. Pero, desde el arrepentimiento, avisados quedáis...

Mientras, si algún día lees “en foros, directorios de artículos, directorios web, redes sociales, etc.” que una batidora es un regalo de boda fantástico, desconfía. Ese cabrón se ha llevado 0,75 euros.

MERDRE!!!! Arrabal, el sátrapa trascendente



(Publicado en la revista "Filosofía Hoy")

¡Merdre! Sátrapa trascendente. ¡Qué engañados nos teníais! Hoy la ciencia nos dice que lo frecuente y lo excepcional nada tienen que ver con la verdad y la mentira. Que el absurdo no es lo ilógico sino una lógica excepcional. Resulta que, después de tantas discusiones, podemos decir que es la 'pata-modernidad lo que ha venido tras la Era Moderna, de la misma forma que es la 'patafísica lo que hay más allá, todavía, de la metafísica.

La 'patafísica es la ciencia de lo particular, de las excepciones. De la misma manera que la ciencia del siglo XX se desposeyó de las reglas generales y de las certidumbres. Y, desde ese punto de vista, lo frecuente, lo que consideramos normal, sería la excepción de la excepción. Y así podemos entender al soldado Zapo cuando dice “– Pero papaítos, ¿cómo os habéis atrevido a venir hasta aquí con lo peligroso que es? Idos inmediatamente”; y a su madre cuando responde: “–Hemos pensado que te aburrirías, por eso te hemos venido a ver. Tanta guerra te tiene que aburrir”. Arrabal tenía veinte años cuando escribió “Picnic”. Era el año 52 y la guerra era un recuerdo reciente en toda Europa, la realidad, la verdad, lo frecuente. El soldado Zapo (que reza “padrenuestros” cuando dispara), su padre, su madre y el enemigo Zepo (que dispara con “avemarías”) se disponen a pasar una jornada de comida campestre en el campo de batalla. La excepción de la excepción, el absurdo. Pero, ¿qué es más absurdo: una comida campestre, o la guerra?. “Eso es lo agradable de salir los domingos al campo. Siempre se encuentra gente simpática. Y usted, ¿por qué es el enemigo?”.

Dice el tópico que Fernando Arrabal es un autor incomprendido en España mientras goza del reconocimiento universal como uno de los máximos exponentes de la vanguardia del siglo XX. ¿Vanguardia? Como decía Baudelaire, y se encargaría de recordar Arrabal, vanguardia es un término militar. Y en España se puede llegar a cuestionar el sentimiento de culpa, pero nada se puede contra el sentido del ridículo. Parece que nunca se perdonará a Arrabal, aquel que fue considerado por el franquismo entre sus cinco principales enemigos (junto a Carrillo, Pasionaria, Lister y El Campesino), una intervención “pánica” y un poco etílica sobre el milenarismo en un programa de televisión de Sánchez Dragó, cuando abandonó el plató para ir a mear.

Hoy podemos leer a Arrabal cuando ya sabemos lo que son los fractales, los atractores, la matemática de motivos, la física cuántica y la teoría del caos, pero sin olvidar que una buena parte de su obra fue escrita antes de que físicos, matemático y filósofos pusieran en duda la veracidad del conocimiento universal que cimentó la Era Moderna. Por eso forma parte del grupo de artistas que, como Alfred Jarry, Samuel Beckett, Kafka, y hasta Niestzche, se adelantaron al declive de la modernidad. Y a pesar de eso, es probable que si escribimos Arrabal en Youtube aparezcan decenas de entradas con el vídeo del milenarismo.

Fernando Arrabal Terán nació en Melilla en 1932 e hizo carne el absurdo de la España tragicómica: fue hijo de un republicano y una burguesa que defendió la causa franquista. Tras la Guerra Civil, su padre, recluido en un psiquiátrico tras habérsele conmutado una pena de muerte y haber estado en cárceles del bando nacional desde el primer día de la contienda, fue despojado hasta de la dignidad de morir. Sus huellas fueron borradas, como su historia, por una copiosa nevada junto al Hospital de Burgos, de donde escapó en pijama en 1942, un día después de los Santos Inocentes. Nada más se supo.

Años más tarde, Arrabal se atrevería a preguntarle al mismísimo Franco, aunque con otras palabras, “y usted, ¿por qué es el enemigo?”. Fue al escribir su célebre carta, publicada en vida del dictador: “sin el más mínimo odio o rencor he de decirle que es usted el hombre que más daño me ha causado”. El escritor imaginaba al dictador “rodeado de palomas sin patas, de guirnaldas negras, de sueños que rechinan la sangre y la muerte” y por un “mundo de represión, cárcel, buenos y malos” (Fernando Arrabal. “Carta al general Franco”. Augur Libros. Madrid 2008). Clamaba Arrabal por la excepción en esa regla general.

Fue Franco y la locura que instauró en España quien dejó a Arrabal sin su padre, sin su patria y sin el instinto filial de amar a la madre. Efectivamente, mucho daño.

A ti y a mi
La guerra civil,
Madrastra historia,
Nos infligió este martirio chino.
A punto estuvimos de devorarnos
.”
(Fernando Arrabal. “Carta de Amor (como un suplicio chino)”. 2002).
 
El suplicio chino comenzó cuando el joven Arrabal descubrió unos documentos de su madre en los que las fotografías del padre aparecían con la cabeza cortada. La acusó de haberle denunciado. España y la madre fueron objeto de un oscuro sentimiento sadomasoquista. En “Los dos verdugos”, la madre dice: “–Le echaré sal y vinagre sobre las heridas para impedir que se infecten. Un poco de vinagre y sal sobre las heridas le irá de perlas. (Con entusiasmo histérico). ¡Un poco de sal y vinagre! Sólo un poquito en cada herida.” (Fernando Arrabal. “Los dos Verdugos”. 1956). Y, en el “Soneto de Amor y Odio a España I”, publicado en la revista “Archione”, dice:

Te recuerdo cruel y misteriosa
me alboroto pensando en tus mamones
la más guapa entre todas las naciones
eres bella y con ojos de viciosa.
Al pegarme te vuelves más hermosa
con tus azotes y tus mojicones,
rompiéndome la crisma a bofetones
mi niñez la forjaste dolorosa
”.
 
En varias entrevistas, Arrabal reconocería que la educación recibida de su madre incluyó dolorosas palizas.

Si buscamos “Arrabal” en la Enciclopedia Británica comprobamos que es presentado como escritor de teatro del absurdo, novelista y director de cine francés, nacido en España. Fue Francia quien le adoptó cuando, enfermo de tuberculosis, inició un exilio voluntario que luego se convertiría en forzoso. Se casó con Luce Moreau, que cubrió con creces el vacío que pudo dejar la convulsa relación con la madre. Con ella vive un amor sincero, apasionado, igualitario, hermoso, respetuoso. Una línea amarilla en su piso de París delimita sus intimidades. En el 70 cumpleaños de Arrabal, Luce escribe: “Quiero agradecerte, Fernando, el haberme hecho vivir alejada de toda mediocridad” (Luce Moreau en www.arrabal.org). Francia y Lis (Luce), la patria y la madre; nación y amor.


"Me cago en Dios, en la patria y en todo lo demás"

El exilio voluntario que comenzó en Francia en 1955, poco después de conocer a Luce, se volvió forzoso en 1967, cuando “pusieron esposas a las flores”. Ese año, el artista fue invitado a firmar ejemplares de su libro “Arrabal celebrando la ceremonia de la confusión” en Galerías Preciado. Un joven se le acercó para pedirle que le hiciera una dedicatoria pánica. Arrabal escribió: “Me cago en Dios, en la patria y todo lo demás”. Aquello le valió un billete de entrada para un mes en Carabanchel, que no fue a más gracias a la intervención de algunos de los artistas más destacados del momento, como Artur Miller o François Mauriac, promovidos por Eugène Ionesco. Hasta Samuel Beckett, el esquivo pajarraco alérgico a las intervenciones públicas escribió una carta con la esperanza de que “llegue al conocimiento de la Corte y haga que ésta sirva para dar a conocer el excepcional valor humano y artístico de aquel a quien se va a juzgar”. El autor de “Esperando a Godot” advierte en la misiva que “van a juzgar a un escritor español que, en el breve espacio de diez años, se ha elevado al primer rango de los dramaturgos de hoy, y eso gracia a la fuerza de un talento profundamente español”.

Merdre. ¿Qué tiene este hombre para ser admirado y, sobre todo, querido, por algunos de los principales genios de su tiempo? Beckett, Ionesco, Cela, Aleixandre, Goytisolo, Kundera, Dalí, Tzara, Duchamp, Man Ray, Borges, Milos Forman, Warhol, Breton, Ernst, Houellebecq... Patafísicos, surrealistas o jugadores de ajedrez. Arrabal asegura, y debemos creerle, que nunca ha buscado provocar. ¿Quién, sino un ingenuo libre de cualquier remordimiento, se habría atrevido a firmar aquella dedicatoria?

 
Genio ingenuo, lúdico impúdico

Ese genio ingenuo, tímido y humilde es lo que atrae de Arrabal. Y es también eso lo que lo ha conservado libre de las ataduras de las masas que, como en España, siguen considerándolo un lunático. Arrabal no hace sombra a nadie, ni siquiera a sí mismo, y reconoce sin pudor que se considera “inferior” a sus obras artísticas y literarias.

En noviembre de 1999, Arrabal pronuncia una conferencia en Estocolmo sobre “El lenguaje del genio” y exclama: “¡Existe el genio! el genio de saberlo todo como el ingenioso y el genio del ingenuo que sólo sabe que nada sabe. ¡Existe el genio, y tan difícil! de la ingeniería como el del ingenioso y el genio ¡tan fácil! de la inocencia como el del ingenuo”. (Arrabal. 1999)

Es así, jugador y juguetón. Con los números, las piezas del ajedrez, las situaciones y las palabras. El “divino Dalí”, que así se presentó por teléfono, lo invitó en una ocasión a visitarle en el hotel de París donde se encontraba. Y Arrabal apareció encadenado a un grupo de chicas estudiantes maoístas. En la Semana Cultural Internacional de la CNT de 1983 pidió a los asistentes que rezaran para que España volviera “a ser la de Santa Teresa, San Juan de la Cruz y el Quijote”. De esta forma, tal vez, los anarquistas podrían compartir con él el privilegio de que se les apareciera la Virgen María.

Los personajes de sus obras articulan como niños discursos depravados o escatológicos. La sintaxis pasa a un segundo plano si se trata de jugar con las palabras, se desvanece el lenguaje verbal hasta casi desaparecer, pero permanecen los cuerpos expresivos de los actores y de la escenografía. Por eso es el teatro el arte sublime para Arrabal en el que se concentran la literatura, el arte visual, la filosofía, la historia... Con el teatro, Arrabal juega a ser Dios: “en verdad el genio es un humano tan ingenuo que sueña con ser Dios ¡y a menudo lo consigue!”. (Arrabal 1999).

La trascendencia lúdica más allá del juego de palabras, el sentido del humor y la ingenua paradoja, es lo que hace a Arrabal diferente y difícil de adscribir a una corriente. Los críticos suelen hablar de dos periodos en su producción teatral: el “absurdo arrabaliano”, que podemos relacionar con la obra del patafísico Jarry y con Beckett, surrealismo y absurdo; y el periodo “pánico”, a partir de 1963. Para un lector es difícil hacer esta distinción ya que la obra de Arrabal evoluciona de una forma muy coherente. El Pánico es una definición bajo la que se amparan Arrabal, Jodorowsky, Stenberg y Topor “presidida por la confusión, el humor, el terror, el azar y la euforia” (Arrabal. “El Hombre Pánico” (conferencia). Sidney. 1963).

Pero Arrabal, además de un genial autor teatral, exhibe también ese genio para la poesía, la narrativa, el cine e incluso para la pintura. Sin salirse de su biografía, o de la biografía de aquellos que le rodean, este autor ha construido una obra inmensa. Por su bien, esperemos que tarde todavía mucho en ser reconocida y valorada con justicia. Porque todavía está vivo.


“Sátrapa trascendente” y caballero de la Legión de Honor

A lo largo de su vida, Arrabal ha recibido cerca de 80 premios y galardones. Entre ellos se encuentran las más altas distinciones mundiales de teatro, así como reconocimientos a su narrativa, poesía, ensayo, cine, interpretación... Esta decoración de medallas que, según bromea, le hace parecer “un árbol de navidad”, comenzó cuando era un niño de diez años y recibió el “Premio Nacional de Superdotado”.

Además del Gran Premio del Teatro de Francia (1965), del Premio Nacional de las Letras de España (2000) o del Premio Nacional de Teatro (2001), Arrabal es caballero por partida doble. En 1983 fue investido caballero de las Artes y las Letras en Francia y, desde 2005 es caballero de la Legión de Honor, la más importante condecoración que se puede recibir en aquel país. ¡Viva la suerte!

Pero a Fernando Arrabal le gusta especialmente presumir de su nombramiento, en 2000, como “sátrapa trascendente” por el Colegio de 'Patafísica, una dignidad compartida con artistas como Boris Vian, Ionesco, Miró, Jean Genet o Humberto Eco.

El Colegio de 'Patafísica fue creado en 1948 por seguidores de la obra de Alfred Jarry “Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico”. Para Jarry, la 'patafísica es la “ciencia que regula las excepciones” y de las “soluciones imaginarias”. Los miembros de los diferentes colegios que se han creado alrededor del mundo utilizan un calendario propio, que empieza el primero de Absolu, fecha de nacimiento de Jarry (8 de septiembre) y cuyos meses reciben nombres estrambóticos, como Haha, Palotín, Merdre... Tiene su propio santoral, como el día de Penis Angelicus, San Dadá profeta, San Gle neurólogo alienista, San Lewis Carrol profesor...

En esta locura participan y han participado artistas como Boris Vian, que fue responsable de la “Subcomisión de soluciones imaginarias”; Marcel Duchamp, Joan Miró, Darío Fo, Humberto Eco y el propio Arrabal.

Obra total
En el siglo XX, sobre todo en la primera mitad, muchos autores se obsesionaron con la idea de escribir una “obra total”, definitiva, generalmente en forma de novela, como “En busca del tiempo perdido” de Proust o “Ulises” de Joyce. Es esta obsesión parte del argumento de los “trópicos” de Henry Miller. En 2010, estando en Valencia, Arrabal anunció que llevaba diez años trabajando en una novela a la que se refirió como el “Libro Total”, “una especie de Biblia”.

Pero lo cierto es que, a lo largo de su vida de escritor, la suma de las obras de Arrabal, por su coherencia y su carácter autobiográfico, está muy cerca de alcanzar ese carácter. Desde su primer teatro, con obras como “Picnic”, “El Triciclo”, “Fando y Lis”, “Guernica” o “Los dos verdugos”, hasta obras posteriores, como “El arquitecto y el emperador de Asiria”, “El Cementerio de Automóviles” o “Carta de Amor (como un suplicio chino)”.

Arrabal ha escrito también más de una docena de novelas, como “Baal Babilonia”, “La torre herida por el rayo”, “La virgen roja”, “La hija de King Kong”, “Pateando paraísos”... Ha publicado varias colecciones de poesías, libros en colaboración con otros artistas, ha dirigido cine (“Viva la muerte”, “El árbol de Guernica”...) , escrito libretos para ópera, ensayos, libros de ajedrez, ha pintado... En definitiva, una obra total.

Por Alberto Alonso

Punk 1.0. Lou Reed





 (Publicado en la revista "Filosofía Hoy". Nº5)


Un chico blanco, judío, de clase acomodada y de diecisiete años no puede aspirar a convertirse en escritor en el seno de una familia perfecta que vive en una perfecta vecindad de Freeport, en Long Island. ¿Acaso Kafka no había odiado a su padre y Alan Poe no se había enfrentado de niño a la orfandad y al castigo de un padrastro poco comprensivo?. Lewis Alan Reed, que había nacido en marzo del 42 en un hospital de Brookling, tuvo claro desde el principio que si quería hacer carrera en las letras debería forjarse su propia leyenda y darse alguna que otra vuelta por el lado salvaje.

Las sesiones de electrochoque a las que fue sometido en 1959 por lo que sus conservadores padres interpretaron como comportamientos homosexuales y por el pésimo humor con el que trataba a sus semejantes le dieron el pretexto perfecto. Era un buen comienzo para justificar la transformación, el tormento y la transgresión que Lewis había escrito para su propio personaje:

“Todos tus psiquiatras del tres al cuarto te meten electrochoques
Dijeron que te dejarían vivir en casa con mamá y papá en vez de en los manicomios
 Pero siempre que intentas leer un libro no llegas siquiera a la página diecisiete
Porque olvidas donde estabas, así que no puedes ni siquiera leer
No sabes que van a matar a tus hijos
No sabes que matará, matará a tus hijos”

(“Kill Your Sons”. Sally can't dance. 1974).

Aunque tocaba en bandas que habían de cambiar de nombre para que no los reconociesen si querían actuar dos veces en un mismo local, en su etapa del instituto Lewis no se planteaba ni de lejos ser una estrella del rock. Quería ser escritor. Y fue gracias a esa vocación que Lou Reed se convirtió, no solo en una estrella del rock, sino en uno de los cantantes con más genio de la historia de una música popular aupada por él, y por muy pocos como él, a la categoría de la más elevada creación literaria.
Pero ese reconocimiento vino mucho después.

Habíamos dejado a Lewis turbado y con dificultades para leer después de la terapia que siguió a las tres sesiones semanales de electrochoque durante ocho semanas. Veinticuatro descargas eléctricas que habrían de obrar la primera transformación, la primera máscara.

Lou se vistió de negro, pantalones negros, jersey negro de cuello alto, cazadora negra. Un aspecto que más o menos mantiene y que asociamos a su leyenda. Negro como la cucaracha en la que un buen día se vio transformado Gregor Samsa en la Metamorfosis de Kafka; negro como el cuervo eterno que llamó a la puerta de Allan Poe y se quedó para siempre en el dintel de su puerta: posado, inmóvil y nada más. Y la paradoja quiso que Reed comenzara su carrera en solitario (si excluimos el desafortunado álbum Lou Reed) con Transformer (1972), producido por el camaleón David Bowie y que el penúltimo de los que ha grabado en estudio lleve por título The Raven (El Cuervo. 2003) y sea un homenaje a la obra poética de Poe.

En la Universidad de Siracusa, a principios de los 60, el joven Lou paseaba por el campus con andares afeminados y una aureola de poeta maldito que rememoraba sus relatos de adolescencia en los que describía a su padre como un maltratador y a su madre como una bruja incestuosa. Pero, al mismo tiempo, salía con la chica más guapa, estudiaba diligentemente filosofía y leía a Kierkegaard, a Hegel, a Sartre o a los beatniks.

Inmerso como estaba en el personaje del joven que quiere ser escritor, Lou imaginaba ser Stephen Dedalus, el héroe, el artista adolescente, en su relación con el poeta Delmore Schwartz, que había acudido a Siracusa a impartir un taller literario y al que veía como Leopold Bloom. Un día, Schwartz, que odiaba el Rock&Roll, le dijo: “sabes escribir, pero si un día te vendes y existe un cielo desde el que pueda venir a por ti, no dudes que lo haré”.

Las drogas, sin duda, ayudarían a perfilar su personaje en transformación. Lou fumaba marihuana y conocía los efectos de todas las pastillas, las de prescripción médica y las otras, como el clorhidrato de anfetamina. En la Universidad fue trapichero y vendía heroína, aunque todavía no la consumía por el pavor que tenía a inyectarse. Una muestra de que la autodestrucción habría de ser parte del personaje y no necesariamente del autor. Por algo Lou Reed todavía está vivo.

Cualquiera que haya tenido alguna vez un corazón
No se dará la vuelta para romperlo
Y cualquiera que alguna vez haya interpretado un papel
No se dará la vuelta para odiarlo
”.
(“Sweet Jane”. The Velvet Underground. Loaded. 1970).

Aún así, cerca ya de los años 70 había que consumir para ser underground y sobre todo, para ser un  underground de terciopelo. ¿Que cuál es la diferencia? Pues nada menos que la que ha caracterizado a toda la contracultura desde entonces.

1967 fue el verano del amor. Los Beatles publicaron el Stg. Peppers y el LSD dibujaba mariposas y arco iris en las mentes de los soñadores que amaban al amor y vestían túnicas blancas. Y, lejos del éxito comercial, la Velvet Underground, con Lou, John Cale y, a regañadientes, la bella Nico, al frente, destapaba un desfile de monstruos oscuros, sórdidas historias de travestís y ángeles negros muertos. Ya entonces Lou esperaba a su camello en la esquina de Lexinton con la 125 con veintiséis dólares apretados en un puño:

me siento enfermo y sucio, más muerto que vivo
Estoy esperando a mi hombre

(“Waiting for the man”. The Velvet Undergorund & Nico. 1967).

Los traficantes siempre hacen esperar.

Aquel año, la senda de la rebeldía se bifurcaría para siempre. Aunque, en realidad, nada sea tan sencillo como para poder ser reducido a dos caminos y todo se ajuste más al juego de múltiples máscaras propuesto por Reed. Pero sí hubo dos formas de afrontar la ruptura de unas convenciones que provocaron la guerra de Vietnam y la inminencia de una crisis económica tras una década de bienestar sostenido en la consolidación de la sociedad de consumo.
 
Los hippies soñaban con volver al campo, vivir en comunidad y tener que fabricarse hasta el reloj. Su atractivo pensamiento utópico y positivo, sin embargo, no tardó en ser asimilado por el sistema contra el que trataban de rebelarse. ¿Quién puede estar en contra de la paz y el amor?
 
Y estaba la vida real, en las ciudades y, como paradigma urbano, en Nueva York. Nadie supo entonces que el fracaso comercial de “The Velvet Underground & Nico” (1967) había de ser el germen de la mayor parte de las tendencias contraculturales que condicionaron el cambio del milenio y que (al menos algunas de ellas) siguen vivas. Lejos de las ansias maximalistas y colectivistas del “hippismo”, actitudes más ácratas e individualistas entendían la rebelión como algo más vinculado a las formas, más cercano a las actitudes. Después lo llamarían punk.
 
En esos años, Lou estaba inmerso en la Factory de Warhol, que actuaba como un  imán para personajes como los descritos en “(Take a) Walk on the wild side”: Holly, que cambió de sexo en el camino de Miami a Nueva York; Candy, la amante de todos en el cuarto de atrás; Little Joe, un polvo aquí, un polvo allá; la bailarina Sugar Plum Fairy o Jacky, ciega de anfetas.

La ciudad de Nueva York es donde dijeron:
Hey babe, date una vuelta por el lado salvaje
(“Walk on the wild side”. Transformer. 1974).

Y allí coincidían con algunos de los principales artistas y escritores del momento, como Truman Capote, William Borrougs, Dalí...

Antes de que terminaran los 60, Lou “despidió” a Andy Warhol, que había sido una especie de manager del grupo. Aunque era mucho más que eso. Era su amigo. La relación contradictoria con Cale, el intérprete de formación clásica que tocaba una extemporánea viola eléctrica y que daba consistencia musical a la Velvet, sumió a la banda en una decadencia sin retorno. Primero abadonó Cale, y luego fueron los demás quienes, sin Lou, grabaron Loaded.

Reed, al que el biógrafo Victor Bockris describe maliciosamente como alguien con ocho personalidades, empezó los 70 cabreado y sin máscara que ponerse. Trató de curarse la depresión con un disco en solitario, titulado Lou Reed, que fue un fracaso.
Sería en Europa, a partir de diciembre de 1971, donde encontraría una nueva piel de serpiente para cubrir aquella desnudez de actor sin papel. Warhol, que le profesaba un cariño sincero, por encima del rencor, le pidió algunas canciones para un espectáculo. –“Podrías hacer una que se titulara “Vicious”, algo del tipo, 'me pegas con una flor', por ejemplo”.

Y Lou conoció a David Bowie, que de alguna manera cubriría el vacío dejado por Warhol y John Cale. Y fue aquel “camaleón” británico quien le produjo el nuevo album: Transformer. El símbolo de una nueva era. Otra.

Despiadada
me pegas con una flor
 lo haces cada hora
eres tan despiadada
”.
(“Vicious”. Transformer. 1972).

El maquillaje del glam rock, efímero pero de una gran influencia en el surgimiento del punk y en la música de “nueva ola”, convirtió a Bowie en el ambiguo extraterrestre Ziggy Stardust, y a Lou Reed en una especie de zombi en blanco y negro. Junto a ellos, otros artistas como Marc Bolan (T Rex) o Alice Cooper ayudaron a dar a esa moda categoría de tendencia.


El nacimiento del que tal vez sea el movimiento más influyente del siglo XX se identifica con la salida en Nueva York de la revista Punk, en 1976. El primer número se estrenó con una caricatura que representaba a Lou Reed en la portada (hoy, un icono) y con una entrevista en las páginas interiores. Marlon Brando, que junto con James Dean era uno de los actores favoritos de Lou, fue descrito como “el punk original”.

Es en ese momento de reconocimiento de su influencia en la historia cuando Lou Reed pasa la frontera a la leyenda. A partir de entonces, y hasta ahora, ha seguido trabajando fiel a un compromiso no escrito de reinventarse periódicamente, de ganarse la vida sin apoltronarse en ese carácter legendario.

El licenciado en Literatura Inglesa por Siracusa que quiso ser escritor sigue siendo un genio que publica poemas y que muestra su genialidad por los escenarios, ya sea para interpretar los temas de sus cerca de 40 discos, o para reinventar a Allan Poe, o para recitar poetas catalanes o para, como hizo con su esposa Laurie Anderson, ofrecer un concierto para perros en Sidney. ¿Hay algo más punk?



Pañuelos para la política

Durante la actuación en el Bottom Line de Nueva York en la que fue grabado el disco “Take no prisioners” (1978), Lou Reed se dedica a improvisar discursos rítmicos y sonoros con las progresiones armónicas de algunas de sus canciones más conocidas. Suena el riff de “Sweet Jane”. Lou ríe e interactúa con el público. “–¿Eres político, Lou?. –¿Político sobre qué?. Dadme un asunto y yo os daré un pañuelo con el que podéis limpiarme el culo”. Se trata de un juego de palabras con issue (asunto) y tissue (pañuelo), que hace aliteración con ass (culo). Recientemente, en el foro de su web, Lou Reed contestó a un admirador que el periodismo está “aliado con el diablo”. La reacción contra la política como representación del poder, y de los medios como herramienta al servicio de ese poder, que ahora ha lanzado a la calle a miles de personas en las plazas de España, es sintomática en la actitud que Lou Reed simbolizó en su momento y que es uno de los aspectos más perdurables de su influencia.



Del glam al perroflautismo

Los físicos Alan Sokal y Jean Bricmont criticaron en “Imposturas Intelectuales” (Paidós Ibérica 1999) el abuso reiterado de conceptos físico-matemáticos en las ciencias sociales. En el capítulo sobre la teoría del caos arremeten contra el autor de “La condición postmoderna. Informe sobre el saber”, Jean Françoise Lyotard.

Dejando a un lado la banalización de la postmodernidad como el cajón de sastre con el que justificar todas las incoherencias (que no las paradojas descritas por Lipovetsky) del liberalismo económico y de la sociedad de consumo, lo cierto es que las redes sociales y sus efectos únicamente pueden entenderse desde la perspectiva del “caos creativo”.

Pese a tratarse de una peligrosa simplificación, podríamos decir que el caos implica que pequeñas variaciones en los momentos iniciales de una causa pueden producir efectos impredecibles y muy diferentes.

La Factory de Warhol, la Velvet Underground o el “glam rock” de Transformer son, en parte, la causa que ha tenido su efecto en fenómenos tan diferentes como la moda de Gaultier o Christian Lacroix, el cine de Tim Burton o Robert Rodríguez, la literatura de Irvine Welsh, el punk, la “New Wave”, el graffiti y el arte urbano, el orgullo gay, el “imperio de lo efímero”, la “satisfacción inmediata del deseo” en la sociedad de consumo, la “sociedad de la decepción” o el nuevo anarquismo urbano de aquellos que han sido maliciosamente bautizados como “perroflautas”.


Por Alberto Alonso

¿Por qué se van a la mierda los periódicos?

Prácticamente todos los análisis sobre la situación terminal de los periódicos buscan las causas en factores externos. Los ingresos por publicidad cayeron en los años 2008 y 2009 en más de un 40 por ciento y, aunque el desplome se ha suavizado, esta tendencia a la baja se ha mantenido también en los últimos dos años a un ritmo de en torno a un 3 por ciento anual. Al mismo tiempo, los compradores de periódicos son cada vez menos. Desde 2007, las ventas se redujeron en más de un 14 por ciento. Y son éstos datos benévolos, extraídos del Libro Blanco de la Prensa Diaria elaborado por Deloitte para la Asociación de Editores de Diarios Españoles (AEDE).

La crisis económica, por una parte, y los cambios en los hábitos de los consumidores, son presentados como las causas de una debacle que, de ser cierto ese análisis, no pasaría de ser un choque coyuntural, un capítulo más en el progreso evolutivo de la prensa.

Pero los periódicos, a día de hoy, adolecen de enfermedades que no tienen cura. En realidad, adolecen de la enfermedad que tienen menos cura de todas. Adolecen de muerte. Ya dejaron de existir.

Resulta muy difícil definir qué es un periódico. Podríamos idealizar el significado, con lo que periódico sería toda aquella publicación editada que se renueva en un lapso (periodo). Esto nos llevaría a tener que definir publicación, edición y el propio criterio temporal de renovación de contenidos. Nos quedaremos con el “objeto” periódico: esa publicación en papel de formato más o menos estándar (tabloide, sábana...) que se edita y se produce diariamente para ser vendido en los quioscos.

A partir de ahí, cualquier intento de definición resulta infructuoso. En la descripción clásica se decía que las funciones de un periódico son las de informar, formar y crear opinión. Las tres condicionan la existencia del periódico al lector, al público, que es el que recibe la información, la formación y el que adquiere una capacidad crítica.

Fracaso como medio de comunicación social
Y ahí estaba el periódico, en un punto equidistante entre los pocos que tenían el capital necesario para crearlo y la multitud a la que se dirigía. Ese punto equidistante estaba conformado por los profesionales a los que, como tales, se les presupone una concepción ética y deontológica del desempeño de su tarea. Y habría de ser la propia profesión la que, a través de órganos colegiados, estableciera los códigos por los que habría de regirse ese desempeño.

Esta concepción profesional del periodismo era necesaria para la existencia del periódico en su función de informar, formar y crear opinión, ya que estas tres tareas tienen unas implicaciones éticas de gran calado relacionadas con la verdad, la subjetividad o la ciudadanía. Cuestiones todas ellas que no deberían quedar en manos de quien pudiera utilizarlos para lograr unos objetivos diferentes. En cualquier caso, la sociedad (como receptora de la comunicación), el conocimiento (como garante de la ética y de la calidad) y la Administración (como depositaria de la gestión de la convivencia y la Justicia), debieran tener algo que decir. En un modelo liberal, un planteamiento de estas características sería probablemente tachado de estalinista, o algo peor.

Fracaso como producto de consumo
Por eso el periódico evolucionó para ser considerado un producto de consumo. Y, como tal, prevaleció la libertad del productor (la garantía de la libre competencia) sobre el derecho del ciudadano a recibir información de calidad. El periódico dejó de ser una herramienta para el ciudadano para convertirse en un producto para el consumidor.

Pero es que, como producto, el periódico es también un desastre. Probablemente solo los tabloides sensacionalistas británicos pueden ser considerados como productos de consumo que pueden ser rentables. Se enteran de lo que a la gente le gusta leer y se lo dan. De la misma manera que un fabricante de cosmética analiza el mercado para conocer sus preferencias y fabrica en función de esas preferencias. Pero incluso un fabricante de cremas, y ya no digamos uno de alimentación, está sometido a unos controles más o menos rigurosos para que sus productos no atenten contra la salud pública. Y ya vemos lo que pasó con Rupert Murdoch y su “News of the World”.

El periódico como producto es también inviable porque no se adapta a las preferencias de los consumidores. Recuerdo que cuando trabajaba en periódicos se empezaron a encargar encuestas para tratar de ajustar los contenidos a lo demandado por los lectores. Los asuntos que generaban más preocupación eran los relacionados con la supervivencia: la salud y la alimentación. Fue entonces cuando diarios como El País comenzaron a prestar más atención a estos temas, que finalmente derivaron hacia las postmodernas secciones de autoayuda y de promoción de cocineros con recetas imposibles. Pero nadie renunció a dedicar la mayor parte del espacio a la política entendida como la pugna por el poder de los políticos y como alimentación de su propia vanidad (por “salir en la foto”).

Ni es útil ni satisface deseos
Hace décadas que el periódico ha fracasado como instrumento de información (formación y criterio) de la ciudadanía y también como producto de consumo. Las personas dispuestas a pagar por un periódico lo que cuesta producirlo son muy pocas. Valoramos las cosas por su utilidad o por su capacidad para satisfacer un deseo. Y un periódico no cumple ni con una ni con la otra.

¿Cómo han sobrevivido entonces los periódicos? En buena medida, en los últimos años, gracias a la vanidad de los poderosos. Por eso se han mantenido durante un tiempo tras su fracaso de identidad y funcionalidad. Y también, en parte, gracias a la perseverancia de unos periodistas que hubieron de aceptar, una tras otra, renuncias a su integridad y dignidad profesional en aras de una supervivencia que terminó por no ser más que la permanencia en un estado de coma profundo, de muerte cerebral.

En su origen, el periódico no dejaba de ser una alternativa viable a una imposibilidad técnica: transmitir una información más o menos urgente a un grupo más o menos grande de gente. Pero el hecho de ser una alternativa viable no impedía que fuera una alternativa muy imperfecta: la comunicación era unidireccional y la urgencia relativa, ya que dependía de una logística de distribución espacial (por carretera, por avión...). Pero, como era la única alternativa, sí lograba el objetivo de llegar a mucha gente.

Los defectos de la prensa como medio de comunicación fue lo que precisamente aprovecharon los empresarios para hacer el negocio. Una información unidireccional y de amplia difusión era un modelo ideal para la influencia, para el poder. La empresa periodística dejó entonces de mirar a los lectores (que tenían que resignarse a aceptarlos como única alternativa viable) para tratar de buscar su modelo de negocio en el poder y en el capital: manipulación y publicidad. Fue el momento de la renuncia del periódico a “formar, informar y crear opinión” para ejercer de “cuarto poder”, no para controlar a los poderosos, sino para ayudarles a ganar dinero y poder: “si quieres lograr adhesiones o vender productos, tienes que contar con nosotros”.

Los periódicos ayudaron a crear una sociedad que no necesita a los periódicos
Esta dependencia de los periódicos del poder y el capital en detrimento de los lectores introdujo en la empresa periodística la enfermedad terminal que acabaría por destruirlos. El sistema liberal que alentó la delegación de todas las preocupaciones y el silencio de la crítica a cambio del “estado del bienestar” utilizó a los periódicos para inocular esa anestesia en la sociedad. Todo tipo de suplementos de estilo, buena vida, moda, cultura dirigida... contribuyeron a crear una sociedad posmoderna, des-ideologizada, acrítica. Así, los periódicos ayudaron a crear una sociedad que no necesita a los periódicos.

Este proceso coincidió con el desarrollo de unas tecnologías que corrigen algunos de los defectos de los medios de masas: la capacidad de emisión de mensajes eficaces dejó de residir en el medio (el medio es el mensaje), para depender de otros factores, como la creatividad (los famosos vídeos de Youtube con millones de visitas) o la calidad o capacidad de captar la atención (de los blogueros y usuarios de las redes sociales de internet). Y se generó alguna posibilidad de retroalimentación (que se refleja en circunstancias como la recientemente vivida en Tele-5, donde algunos anunciantes retiraron la publicidad por la presión de los consumidores por la emisión de la entrevista con la madre de uno de los autores del crimen de Marta del Castillo).

La pérdida de lectores se sumó entonces a la ineficacia de los periódicos como soporte de publicidad. Las limitaciones técnicas obligaban a hacer una publicidad muy indiscriminada. Eran campañas que llegaban a públicos muy heterogéneos, cuando lo eficaz sería dirigirlas hacia un público objetivo más determinado. Como matar mosquitos a cañonazos. El coste del periódico como intermediario en la publicidad es gigantesco en comparación con su eficacia. De hecho, las agencias de publicidad se acostumbraron a cobrar su honorarios del medio, y no del anunciante.

En las agencias anglosajonas, esta publicidad “pagada por el medio” ocupaba la parte superior de las hojas de contabilidad. Luego se trazaba una línea y se añadían las campañas pagadas por los anunciantes. Se llamó a esta publicidad Below The Line (BTL) (bajo la línea) y el uso de las siglas se extendió a todas las estrategias que no requieren del medio, mensajes de fluyen directamente entre el anunciante y el destinatario: marketing de guerrilla, publicidad en la red, marketing directo, patrocinios y mecenazgos, etc.

El periódico, que había dejado de ser eficaz como instrumento social de información, formación y creación de opinión (por la renuncia de las empresas periodísticas a los lectores como vía principal de ingresos), dejó también de ser un buen soporte de publicidad en un contexto condicionado por la crisis y las reducciones de gastos (con lo que se redujo drásticamente el que había de ser el ingreso principal: la publicidad). Y no digamos ya los periódicos gratuitos, en los que esta capítulo es prácticamente la única vía de ingresos.

Fue entonces cuando la mayoría de los periódicos entraron en la UVI. Solo la ayuda institucional los mantiene desde entonces artificialmente con vida. Los políticos y los partidos, obsesionados por una especie de narcisismo paranoico, recurren a los periódicos para sus estrategias de marketing y luego, una vez en el poder, pagan los favores con dinero público. La rentabilidad de esta actuación para obtener beneficios (de imagen) es realmente limitada, como en el caso de la publicidad, pero así se aseguran no sufrir perjuicios, pérdidas de imagen, que pudieran ser producidas por informaciones negativas. Luego, como el dinero es público y gestionado por las Administraciones (ni es de los partidos ni es de los políticos) la rentabilidad pasa a un segundo plano. Pero si el sistema dominado por los mercados obliga, como sucede ahora, a contener el gasto público, las Administraciones deben justificar resultados económicos. Y de las primeras cosas que hacen es desenchufar los respiradores que mantienen artificialmente vivos a los pacientes terminales.

Esta dolencia esencial de los periódicos se agrava con otras complicaciones, también relacionadas con su identidad. Los periódicos deberían ser, por definición, la expresión de la pluralidad de las sociedades. Una pluralidad que ha dejado de existir. La “cultura mundo”, el pensamiento único, o como queramos llamarle, juega de una forma espuria con conceptos que son percibidos de una forma positiva por la sociedad: libertad, en el modelo liberal, frente a la política como la gestión de las renuncias a la libertad (en aras de la convivencia y la justicia), y objetividad en unos medios de comunicación, frente a su carácter como expresión de los diferentes puntos de vista, o subjetividades. Libertad y objetividad pasan a ser sinónimos, respectivamente, de injusticia y manipulación.

El principal elemento de identidad de un periódico es su línea editorial, que debe ser expresada de una forma clara y reconocida por los lectores. Y, al contrario, los periódicos alardean de una independencia que se traduce en una falta de identidad, de sustento en un discurso coherente y ético (lo que los posmodernos llamaron de una forma crítica metarrelato y los liberales la ideología superada). Y, dentro de ese discurso ético y coherente es en el que se incluiría, en todos los casos, el respeto a la profesión periodística y a su capacidad para autorregularse como garantía de calidad de los contenidos (de la misma manera que los colegios de médicos o abogados regulan las profesiones independientemente de quien sea el empleador de los profesionales).

De todo esto se deduce que una de las pocas salidas viables para la recuperación de la identidad del periódico como medio de comunicación social sería la creación de empresas o instituciones de titularidad pública o colectiva. Bien la sociedad, los profesionales u otro tipo de corporaciones deberían garantizar la calidad de los contenidos y la coherencia con una línea editorial. El ejemplo más claro de este modelo está en la televisión y, en concreto, en TVE y en la BBC británica. Ambas han evolucionado hacia un modelo en el que la gestión de los contenidos corresponde a los profesionales bajo criterios éticos y de servicio público. Pero también podrían surgir periódicos de cooperativas de profesionales, o periódicos de partidos políticos, de patronales, etc. Serían la expresión de una pluralidad sin engaños en la que, para financiarse, o bien se someterían al criterio de los lectores (con la venta en quioscos) o a los intereses de los partidos, las corporaciones, etc. (que pagarían por difundir propaganda –o línea editorial–, o publicidad). Y se podrían valorar también los derechos de los lectores a estar informados (formados y con criterio, con capacidad crítica) y la contribución de los medios a la prestación de ese servicio público, para lo que podrían recibir una financiación pública transparente.