De la paradoja de la felicidad a la sociedad de la decepción (o de la alienación)
Hace unos treinta años me sedujeron los textos de Jean Françoise Lyotard, su relativización de los grandes discursos, de las verdades absolutas, el eclecticismo y la cultura del ocio: la condición postmoderna y la liberación de los juicios (prejuicios) basados en teorías sistemáticas. De aquella escuela de pensamiento surgida del grupo “Socialismo o barbarie” y del Mayo francés seguí la evolución de Gilles Lipovestky, cuyas obras estuvieron durante un tiempo entre mis libros de cabecera. La crítica de este grupo al estalinismo, su revisión del troskismo y su identificación y posterior alejamiento de Rosa Luxemburgo representaron la ilusión de una evolución del marxismo de acuerdo con los tiempos y los lugares. Pero, sobre todo, animaron al optimismo en una tradición filosófica caracterizada por el pesimismo existencialista o por la excesiva gravedad de las interpretaciones del marxismo.
De acuerdo con su carácter antidogmático, estos filósofos y sociólogos han actuado, y todavía actúan los que continúan vivos, como analistas de las circunstancias. Y por eso sus posturas se contradicen muchas veces con lo que se supondría que ellos mismos deberían pensar. En periodismo se decía que “no dejes que una verdad te estropee una buena noticia” y, en ocasiones, los filósofos se han negado a que la verdad les estropee una buena reflexión. No es el caso.
Fue tal vez el devenir de la Revolución Soviética, y sobre todo el estalinismo, y la fallida revolución de Hungría, lo que abrió los ojos de este grupo en los años 70.
Creo que el resultado fue un pensamiento vacunado contra la verdad. Lipovestky lo llamaría paradoja: la democratización de la felicidad, del lujo, de la moda y, al mismo tiempo, la antiglobalización, la ecología y la responsabilidad social; el resurgimiento de las supersticiones y de la religión, y, al mismo tiempo, la satisfacción inmediata del deseo y la vanalización.
La postmodernidad y, para Lipovestky, la hipermodernidad, se caracterizan por esa actitud social paradógica, por el eclecticismo de los individuos y, en la sociedad de consumo y la información, por la exuberancia de productos e ideas. La sociedad se fragmenta en un individualismo hedonista y la oferta de satisfacción se multiplica. Y el que observa lo hace sin condicionantes previos, sin prejuicios. No podemos negar que se trata de un análisis atractivo y seductor. Libres de compromiso para comprometernos con lo que nos de la gana. Cada uno con lo suyo.
Por eso no extraña que el último libro de Lipovestky se titule “La sociedad de la decepción”.
En una entrada anterior inventaba el concepto “resapiencia” para calificar esa decepción desde la superioridad individualista. Un individuo resabiado evita la polémica y la confrontación porque cree estar en posesión de la verdad, o de una verdad, o de su verdad, o de una no-verdad, pero no tiene ningún interés en compartirla ni alguna esperanza en convencer. Y, desde luego, tampoco tiene ganas de dejarse convencer.
El resultado de la postmodernidad ha sido la negación de la dialéctica. Personas silenciosas, pero con una gran vida interior. O al menos eso es lo que procuran expresar con su gesto enigmático, con su excentricidad o con su vulgaridad prediseñada.
Pero, como ya sabíamos, la negación de la dialéctica o es el resultado de la alienación o es su causa.
La encuesta que publicaba el domingo El País indica que tres de cada cuatro ciudadanos creen que los partidos políticos deberían cambiar a sus líderes. Si tenemos en cuenta nuestro “postmoderno” sistema bipartidista, un resultado como éste significa que tenemos limitada la elección a dos y no nos sirve ninguno. En algún sitio, probablemente, habrá un líder válido, silencioso, pero con una gran vida interior, con lo suyo.
En los últimos meses hemos visto cómo la economía especulativa, la que dirigen aquellos que no producen, sino que solamente apuestan, se ha cargado a la economía productiva, representada por empresas y trabajadores, y a la economía social representada por los Estados. Y quienes están pagando las consecuencias son las empresas, los trabajadores y los Estados. El pasado Primero de Mayo, el día del trabajo, las calles estuvieron casi vacías. Probablemente, desde las ventanas, nos seguían miradas silenciosas, de gesto enigmático y de gran vida interior, con lo suyo.
Hace unos días, el ejército de un Estado supuestamente democrático atacó una flota que llevaba ayuda humanitaria a un pueblo sitiado y mató a al menos nueve personas. Pero los responsables están tranquilos, porque aquellos con capacidad de crítica masticamos el horror en silencio, reflexionando en nuestra rica vida interior, cada uno con lo suyo.
Cuando, allá por los 60, se debatía sobre el hombre nuevo, se dijo que las carencias, sobre todo de cultura, tenían como consecuencia pueblos manipulables. Hoy podemos decir que los excesos, también.
Ha caído el muro de Berlín, ha desaparecido la Unión Soviética, Oriente Medio es un polvorín, las religiones han radicalizado las guerras santas, el cambio climático posiblemente amenaza el futuro y el capitalismo campa libre y vencedor. Siempre en la historia los grandes acontecimientos se correspondieron con el surgimiento de grandes ideas, de grandes pensadores, de grandes escritores. Pero hoy, probablemente en un cambio de Era, las ideas, la ilusión colectiva, yacen bajo la lápida del individualismo hedonista y la paradoja del enmudecimiento de la sociedad con más conocimientos e información de todos los tiempos.
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