Ya no son las víctimas. Son los agresores
¿Cómo habría reaccionado hoy el mundo si alguno de los “estados canallas” hubiese recibido a tiros un envío de ayuda humanitaria y hubiera matado a más de diez cooperantes? ¿Qué hubiera pasado si en lugar de hacerlo Israel lo hubiera hecho Irán o Cuba?
Lo que hoy ha hecho Israel es, desde cualquier punto de vista, una agresión inaceptable a las normas internacionales de convivencia, una agresión visible y notoria pero, a fin de cuentas, una agresión más de un agresor recurrente.
Israel es el resultado de un resentimiento, de un odio disfrazado durante décadas de “legitimidad de las víctimas”. Las víctimas merecen siempre nuestro respeto, nuestra ayuda, nuestra solidaridad, pero la opinión de una víctima para tomar decisiones no vale más que otra opinión. Al contrario, por lo general vale menos porque su capacidad de discernimiento probablemente estará nublada por la tristeza y por un sentimiento comprensible de venganza.
El Estado de Israel se legitima por el sentimiento de culpa de un mundo que asiste horrorizado a la barbarie del nazismo. Y esa legitimidad se ha convertido en una patente de corso que ha hecho que una parte del mundo juzgue la actuación de Israel con ese tamiz. Y la capacidad estratégica de Israel ha convertido esa debilidad de los otros en una fortaleza propia. No utilizan la memoria histórica para no olvidar, sino para que los demás no olviden, no sólo para que no se vuelvan a cometer los errores del pasado, lo que sería legítimo, sino para perpetuar ese sentimiento de deuda de los otros para con ellos.
Desde el punto de vista de la dominación moral, del control de la comunicación, esa es la estrategia de Israel. Por eso cualquier evocación del Holocausto que no coincida con ese uso de la desgracia recibe rápidamente la acusación de “negacionismo”. El sentimiento de culpa es una estrategia política desde hace cuatro mil años. Y además es la estrategia de Dios, y por lo tanto, de su pueble elegido.
Si la memoria del Holocausto sirve para justificar el carácter agresivo e intocable de Israel, creo sinceramente que la honorabilidad de las víctimas, el respeto que nos merecen, están siendo destrozados por los que dicen ser sus herederos. Israel tiene un comportamiento odioso y, por mucho que quieran identificar su Estado con la identidad de todo un pueblo, me niego a hacer extensivo ese odio. Parece que Israel quiere que odiemos a los judíos, porque el odio a los judíos está en el origen de su propia identidad como Estado. Israel cree que su fortaleza es directamente proporcional al odio de los gentiles y por eso insiste: quien me odia a mi, odia a los judíos, quien me critica a mi critica a los judíos y nosotros somos los únicos legitimados para juzgar y utilizar ese odio por lo que nos debéis y porque somos el pueblo elegido.
Ese carácter vanidoso de víctima perpetua hace que, después de cualquier conflicto, de cualquier altercado, de cualquier polémica, Israel diga siempre lo mismo: lo que hemos hecho ha sido defendernos. La lógica dice que agrede el agresor y se defiende la víctima. Pero Israel, aún cuando agrede, dice que se defiende. Así sigue siendo la víctima y, por lo tanto, tiene la legitimidad de mantener una agencia de inteligencia despiadada, un ejercito con gran capacidad de agresión, armamento nuclear, territorios ocupados... Y así tiene la legitimidad de ser un Estado.
Es triste comprobar cómo un Gobierno se puede alimentar de los despojos de los antepasados de su propio pueblo. Creo sinceramente que Israel lo hace con un desprecio absoluto a la memoria de los niños, las mujeres y los hombres arrastrados a una muerte horrenda en una cámara de gas. La impunidad amparada en esa actitud carroñera debe terminar y el mundo debe empezar a ver a Israel con ojos del siglo XXI. Ya no son las víctimas. Son los agresores.
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