Nubarrones web 3.0. Lo de MegaUpload es solo el principio.


No creo que las verdaderas razones del cierre de MegaUpload tengan que ver con los daños que causa a la industria de contenidos y entretenimiento. En el actual campo de operaciones, esa batalla está perdida. La red, tal y como esta concebida en la actualidad, con la información y la inteligencia distribuidas de acuerdo con el modelo conocido como 2.0, hace que sea imposible evitar que cualquier usuario pueda almacenar en sus dispositivos (en su casa) una información que puede compartir con quien le de la gana. Y, al disponer de una máquina inteligente, o con capacidad de “tomar decisiones”, nadie puede impedir que instale un programa que racionalice ese acto de compartir: que busque aquellos lugares en los que la información demandada está disponible en cada momento porque alguien ha decidido voluntariamente compartirla. Es así como funcionan los programas P2P.

Pero la amenaza de las redes distribuidas para aquellos que tienen vocación de poder y de dominio va mucho más allá. De la misma manera que circula la información que contiene discos y películas, también se distribuyen ideas y datos que, convertidos en “opinión pública” en el ámbito político, o en “decisiones de compra” de los consumidores en el ámbito económico, pueden hacer mucho daño a sus aspiraciones conservadoras: desde el movimiento 15M y Occupy Wall Street, hasta el boicot a una multinacional por utilizar el trabajo de esclavos en países económicamente sometidos.

Los poderes políticos y económicos con voluntad de dominio han dado un paso equivocado, y ahora tratan de volver a su senda. Hace unos días circuló una viñeta por las redes en el que un poderoso decía: “os vamos a joder internet. Lo usais para pensar y nosotros os lo dimos para lo contrario”.


Efectivamente, internet nació en el contexto de una cultura de masas, pero su evolución provocó el efecto contrario: una creciente desmasificación. Hoy, la red es un obstáculo para el pensamiento único, porque faculta la difusión de pensamientos alternativos; hoy, la red es un obstáculo para el mercado globalizado y dirigido, porque faculta el intercambio de bienes y servicios sin que sean necesarios los grandes esfuerzos de intermediación y promoción característicos de la cultura de masas.

Esa necesidad de grandes esfuerzos de intermediación y promoción es la base de la actual economía. La industria discográfica es emblemática de un fenómeno muchísimo más amplio y generalizado. Por eso vale como ejemplo. Hay miles de compositores e intérpretes con ansia creativa. Y hay millones de consumidores ávidos de disfrutar de composiciones e interpretaciones. Pero, una vez superada la dificultad técnica de llevar la música más allá de las salas de conciertos y de las plazas de los pueblos, el proceso de hacer llegar una obra a muchos consumidores era muy costosa. Había que grabar un disco, distribuirlo, darlo a conocer y venderlo. La industria tuvo que rentabilizar todo ese proceso y lo hizo aprovechando la cultura de masas. La clave era elegir a muy pocos creadores para hacer llegar su obra al mayor número de consumidores posible. Al principio era una apuesta, sí, pero como toda la economía basada en el concepto de riesgo, el poder se aseguró de apostar siempre con boletos premiados. A través de estrategias de integración vertical, una misma persona (o un mismo grupo) controla la oferta (quiénes son los artistas elegidos) y la demanda (los gustos de los consumidores).

La web 2.0 redujo al máximo aquellas dificultades iniciales de relación entre el creador y el consumidor de su obra. Y, en general, entre todo tipo de productores y consumidores. Ya no hay que grabar un disco, distribuirlo, promocionarlo y venderlo. Alguien, en el salón de su casa, puede digitalizar una canción y otra persona (o miles de personas) pueden disfrutarla al instante.

Y podemos imaginar esto mismo aplicado a otros tipos de creación, a la ciencia, al conocimiento, a la política, a la comunicación, a la energía... Porque el salto tecnológico y social no se limita al intercambio de información y a internet. Hoy tampoco es estrictamente necesaria una red de distribución de energía, o una producción en masa con complicadas necesidades logísticas, o una Administración centralizada y con demasiada capacidad de decisión delegada durante largos periodos.

Y, si lo vemos de una forma objetiva, la cultura de masas ha sido un fracaso. Podemos establecer como fecha de explosión de la masificación el final de la Segunda Guerra Mundial. Aunque los sistemas de producción en cadena son anteriores, fue en la segunda mitad del siglo pasado cuando se perfeccionaron los sistemas de distribución y, sobre todo, de marketing y comunicación; cuando se desarrolló la denominada “industria cultural” y cuando se mercantilizó el conocimiento (con ejemplos tan inhumanos como el de la industria farmacéutica).

Pese a la vertiginosidad de esos tiempos y al perfeccionamiento de las herramientas, nadie desde entonces ha podido hacer sombra al “Quijote”, al “Ulyses”, a los sonetos de Shakespeare, a “En busca del tiempo perdido”, a “La Metamorfosis”...; nadie se ha acercado a la perfección del Jardín de las Delicias, de Los Fusilamientos del 2 de Mayo, de Las Meninas, del Guernica, de La Habitación de Van Gogh...; o al rigor y la coherencia estética de Jackson Pollock o de Kandisnky; nadie ha repetido un descubrimiento con el alcance de las vacunas de Pasteur o de la penicilina de Fleming. Ninguno de ellos creó en previsión de royalties, de patentes o de “derechos de autor”. En todo caso, eso vino después.

El objetivo de la cultura de masas ha sido eminentemente económico, estratégico, finalista. Primero se decide a dónde se quiere llegar y después se estudia el mejor camino para lograrlo. No hay lugar para lo inesperado. En la cultura de masas, la creatividad es mentira.

El paradigma de este tiempo fue, tal vez, la batalla que libraron Tesla y Edison por la energía que habría de mover el mundo. El primero, inventor creativo (de la corriente alterna) y partidario del sistema más adecuado y eficaz (como la transmisión sin hilos), murió arruinado, loco y olvidado; el segundo, cuyo modelo creativo fracasó (la corriente continua) fue un estratega en busca del sistema más rentable económicamente (aunque fuera menos eficaz, menos justo y menos razonable) y murió rico y entre honores. Por el camino se quedó con el modelo de Tesla (el negocio de la energía de corriente alterna); con la patente del cine de los Lumiere y con la película de celuloide inventada por Eastman. Y creó la General Electric, fundadora del Down Jones y emblema del capitalismo (y también la empresa que creó el reactor nuclear de Fukushima). La clave de la victoria (económica) final de Edison y la General Electric fue el uso de las relaciones públicas y la comunicación. Porque, en realidad, el vencedor de la Guerra de las Corrientes había sido la corriente alterna de Tesla y Westinghouse.

El avance de internet hacia un modelo de red distribuida marcó un nuevo rumbo. Un camino coincidente con la propia evolución de la sociedad, consciente del carácter “insostenible” de la economía basada en la cultura de masas: por su afán uniformador, por su excesiva dependencia de energías no renovables, por sus efectos sobre el clima, por la concentración de poder en las corporaciones, por su escasa capacidad creativa...

Y la sociedad empezó a aprovechar las nuevas posibilidades de ese modelo de red: voces y creaciones individuales llegaron a millones de personas sin apenas esfuerzo económico, gracias a la creatividad, la oportunidad o la sorpresa; el conocimiento alternativo de universidades, científicos, programadores, blogeros o grupos de hackers empezó a ser compartido; surgieron nuevos modelos de gestión de la propiedad intelectual como Creative Commons; eclosionaron nuevos movimientos críticos, como Anonymous, Wikileaks, la Primavera Árabe, el 15M, Occupy Wall Street; resucitaron actitudes como la empatía, la solidaridad o la voluntad de compartir; nacieron proyectos de redes descentralizadas, como Freenet, Wireless Commons y las comunidades inalámbricas...

Por este camino, solo sería cuestión de tiempo que creadores, productores y público, se dieran cuenta de lo absurdo que resulta mantener la economía especulativa basada en una cadena de valor añadido en la que muchos de los eslabones ya no son necesarios: ¿por qué mantener una carísima infraestructura de distribución de energía si ya hay tecnología suficiente para garantizar modelos de autoproducción?; ¿por qué pagar una infraestructura de distribución de información centralizada (como Movistar) si los ordenadores actuales tienen capacidad para recibir y distribuir la información a través del espectro electromagnético?; ¿por qué mantener complicadas cadenas de producción en serie, de logística, distribución y transporte, si es posible, con los mismos costes, hacer productos ajustados a los gustos y necesidades individuales, en muchos casos incluso personalizados?; ¿por qué mantener las actuales estructuras a largo plazo de toma de decisiones políticas por delegación si es posible conocer prácticamente a tiempo real la voluntad popular? ¿por qué mantener una economía basada en las estimaciones de futuro si la inmediatez hace que el futuro deje de existir?; ¿por qué aguantar que nuestra salud dependa del negocio farmacéutico y sus patentes si hay científicos y Universidades dispuestas a compartir sus conocimientos?.

La actual crisis económica podría no ser más que el último intento desesperado de la vieja economía por recoger beneficios antes de quemar las naves. Pero el ataque contra MegaUpload, el interés creciente por estandarizar los lenguajes de la web, la presentación de nuevos productos como i-Cloud y nuevos dispositivos, nos indican más bien que se trata de dar marcha atrás, de remasificar, de garantizar un mayor control centralizado.

El camino que abre la idea de “la nube” y la “web 3.0” es el de la reducción de la inteligencia distribuida. Pretenden que los ordenadores personales no sean más que terminales “tontos” y sin capacidad de memoria de una gran inteligencia artificial y base de datos controlada por los proveedores: la nube.

El nuevo escenario nos es presentado como un gran avance. Podemos disponer de la información desde cualquier lugar y en cualquier momento; no necesitamos instalar software en nuestros ordenadores porque los procesos se realizan en la nube. Pero, en realidad, lo que de nuevo hacen es cerrar las puertas a la espontaneidad, a la creatividad, a la posibilidad de compartir, de empatizar, de solidarizarnos...

Ojo, que esta nube anuncia tormenta.

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