Igualdad y autosuficiencia para ser libres

En el año 1980, el “futurista” norteamericano Alvin Toffler adelantaba en su obra “La Tercera Ola” algunos de los principales argumentos de los debates de la era posindustrial, o posmoderna. Si hoy leemos este libro probablemente nos sorprenderemos de la ingenuidad con la que Toffler afrontó algunos de los cambios que intuía que se avecinaban. Pero sobre todo nos admiraremos de hasta qué punto acertó en la mayor parte de sus predicciones.
 
Falló, sin embargo, en la fundamental. “La Tercera Ola” plantea un futuro optimista. Hoy, cuando ese futuro ha llegado, nos damos cuenta de hasta qué punto estaba equivocado. Desde la condición posmoderna, y con la referencia de una Europa que avanzaba en la “economía social”, Toffler predijo una sociedad del ocio, con personas que disponían de más tiempo para ocuparse de sus aficiones e intereses individuales. Pero lo que llegó fue una sociedad del paro. En realidad, en el fondo es lo mismo: menos trabajo para igual (o mayor) número de personas. Así, como Toffler predijo, resultó ser la sociedad posindustrial.

Pero, también en los 80, se derrumbó del contrapeso que evitaba el avance salvaje del capitalismo. Por una parte, se desmoronó el “socialismo realmente existente” y por la otra, y sobre todo, se perdió la conciencia social (y la consciencia de clase). Los trabajadores perdieron su identidad y, con ella, la posibilidad de identificarse, de empatizar. El individualismo liberal alentó la competencia (los técnicos liberales dirían competitividad), y el espejismo del ocio alimentó la apatía ante las consideraciones ideológicas. Avanzamos vertiginosamente en la libertad a costa de la igualdad. Los deseos de una sociedad del ocio se desvanecieron en esa carrera que dejó de lado la carga de las conquistas sociales para que cada uno pudiera correr libre de ese peso (libre de esa conciencia) en su competición particular.

Pero esta carrera no se tradujo en un aumento significativo de los salarios de los supervivientes de la competición (los que tienen trabajo), pero sí provocó el empobrecimiento de los que se quedaron por el camino (los parados). Entonces, ¿a dónde ha ido a parar la riqueza que debería haber financiado el ocio (en el modelo posmoderno) o enriquecido a los trabajadores más competitivos y los “emprendedores” (en el engaño liberal)? Evidentemente, se lo han quedado los intermediarios, los especuladores. Los que, sin necesidad de participar en la competición, se dedicaron a hacer apuestas.

Pero inclusos éstos están sometidos a presión. La necesidad de la existencia de los intermediarios está hoy en entredicho, tal y como también predijo Toffler. En los 80 se creyó que el cambio de ciclo se produciría entre el sector industrial y el sector servicios (como antes había habido un tránsito entre el sector primario y la industria). Pero todo se ha complicado mucho en estas últimas décadas.

En lo que sí acertó fue en señalar que la clave de la evolución en la sociedad posindustrial sería la distancia entre la producción y el consumo y entre la producción para el uso y la producción para el mercado. Y es ahí donde introdujo un concepto clave: el prosumo. El prosumidor es capaz de producir para consumir; como en la “primera ola” hacían las pequeñas comunidades de agricultores.

En su “audaz ingenuidad”, Toffler soñó al prosumidor que podía guardar en forma de datos informáticos sus dimensiones corporales en “una cita de casete” para poder introducirlo en una máquina doméstica que le fabricaría la ropa. Y citaba también otras concepciones posmodernas como el “hágalo usted mismo” (lo que podríamos llamar “fenómeno Leroy Merlin”) y los métodos de auto-ayuda.

Pero el prosumo ha ido mucho, muchísimo, más allá: prosumidor es, por ejemplo, el enfermo de diabetes capaz de inyectarse insulina (lo que hace innecesario un profesional sanitario que lo haga), y es también prosumidor el que aprende a utilizar un programa de autoedición (lo que hace innecesario un editor), o el que utiliza un estudio casero para grabar su música; o el que usa una impresora; o el que descarga y ve las películas en su casa (incluso pagando); o el que tuitea una noticia... Hay miles de situaciones cotidianas que representan “prosumo”. Y detrás de cada una de ellas hay un intermediario cuya necesidad se desvanece.

Pero, sobre todo, se desvanece la necesidad de los “apostadores”, de los especuladores: la industria que apuesta por un cantante, o por una película, … o por una energía. Son éstos, los “apostadores” o, por usar el término económicamente usual, los especuladores, quienes tratan hoy de rapiñar todo lo que pueden ante lo que se les avecina. 

Pienso, por ejemplo, en las empresas energéticas, que mantienen una gigantesca infraestructura de distribución que a día de hoy resulta innecesaria. Una infraestructura de distribución que es, además, una herramienta de poder. Son estas empresas las que, ante la ruina de una familia o de una pequeña empresa, tienen las mayores posibilidades de cobrar antes que nadie: pueden cortarte la luz y, con ello, cualquier esperanza de salir a flote. El Consejo de del pasado 18 de noviembre aprobó allanar el camino a la “generación distribuida” y preparar las condiciones “para dar paso al autoconsumo”. Según el resumen que hizo el Gobierno, “la paulatina entrada de este tipo de pequeñas plantas modificará el actual modelo centralizado de grandes instalaciones eléctricas al promover un nuevo sistema de generación cada vez más distribuida, con importantes ventajas para el sistema y consumidores”.

Pienso también en cómo los programas de intercambio de mensajes como el de “BlackBerry” o el “What's up” han forzado a las grandes compañías telefónicas a ofrecer a sus abonados mensajes de texto gratuitos. Pero es que, además, ¿qué sentido tiene el cobro de las conversaciones telefónicas?. Por internet circulan datos que tanto se convierten en imágenes, como en sonidos, como en textos. No hay ninguna justificación para el mantenimiento de un servicio, el de la telefonía convencional, claramente superado por otra tecnología de uso masivo. ¿Y quien nos dice que con el tiempo no serán innecesarias también aquí las infraestructuras de distribución? Los sistemas peer to peer (P2P) pueden no haber sido más que el rudimento de un modelo en el que “la nube” conformada por todos los ordenadores de particulares pueda actuar como un gigantesco disco duro, de todos, pero sin dueño. Hace unos días, el Juzgado Mercantil número 4 de Madrid absolvió a Pablo Soto, que creó programas que facilitan el intercambio de archivos entre particulares. Estos programas son utilizados para compartir música y películas pero, en una “nube” puede haber también software de todo tipo, una ilimitada capacidad de memoria y, con el tiempo, puede que también modelos de gestión de las señales electromagnéticas que hagan innecesarios a los proveedores de este tipo de servicios.

De entrada, las grandes compañías de hardware, probablemente en connivencia ya con los proveedores de internet, han empezado a “atontar” los dispositivos personales para limitar su capacidad de memoria y su autosuficiencia. La batalla inmediata se producirá por el control de “la nube” y por la ubicación física de la inteligencia artificial y, como siempre, habrá un acuerdo tácito entre los combatientes: desarmar al pueblo. Pero ahora, esta maniobra para desactivar las tentaciones revolucionarias es más difícil, ya que la tecnología es mucho más accesible: hay niños de 15 años capaces de fabricar ordenadores, programarlos y crear redes. Son, también, “prosumidores” de tecnología.

El error de Toffler fue el de ser optimista, creer que la riqueza se redistribuiría independientemente del trabajo. Centró su análisis en la distancia entre el productor y el consumidor y previó que esta distancia se acortaría. Pero no se percató de que los cambios estaban también creando una nueva clase: la de unos intermediarios dudosamente necesarios entre la producción y el consumo cuyas ganancias se basan en apuestas irracionales: sobre el deseo, el valor emocional de las marcas, las tendencias, el comportamiento de los consumidores o de los eslabones de la cadena de distribución, la evaluación de riesgos, el clima... Desde los años 90 del siglo pasado, la bolsa CMA de Chicago extendió un modelo, hoy universal, de contratos de “derivados del clima” en el que la rentabilidad depende de la temperatura media (o HDD, Heating Degree Day) de un determinado periodo.

El fundamento de esta nueva clase de especuladores fue el dinero (para apostar), la información (para acertar el resultado) y el poder político (para lograr el resultado deseado). Un dinero que sale, como siempre, del mismo lugar: el esfuerzo o la habilidad del productor. Es decir, del trabajo. Y, en frente, el capital, con dinero y capacidad de comprar conocimiento (información) y poder político.

El error de Toffler, de formación marxista, fue también el de haber tratado de enterrar a Marx cuando todavía estaba (está) vivo. La actual lucha de clases se da entre especuladores, que dependen de la complejidad del mercado y de las diferencias sociales, y prosumidores, que pueden aprovecharse de la sencillez facilitada, entre otros aspectos, por las nuevas tecnologías y que dependen de la igualdad (peer to peer, por ejemplo, significa algo así como “de igual a igual”).

En la nueva era, solo la autosuficiencia y la igualdad nos podrán hacer libres. Por eso hay que luchar.

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