Elogio de desórdenes y enemigos

La crisis es un castigo y una cortina de humo. No se trata de salir a cualquier precio


Una gran parte de comerciantes y pequeños y medianos empresarios exhiben con orgullo un conservadurismo incondicional que hoy es también bandera de muchos profesionales. Se trata de una clase media que se desmorona en este cambio de era, que agoniza como un cachorro que mira con ojos de amor cándido el rostro imperturbable de su verdugo.

Solo una confianza ciega puede impedirles vislumbrar el hecho innegable de que, al contrario de lo que ha sucedido en otras crisis anteriores, la reactivación del consumo no es esta vez un objetivo. Mientras la social-democracia europea tejía su quimera del estado del bienestar, los poderes basados en la especulación, de carácter liberal, eran cada vez más conscientes de que el estado del bienestar (tal como se entendía, basado en un ansia de consumo innecesario y caprichoso) era algo insostenible, inviable: “es imposible que todo el mundo sea rico, pero no lo es que nosotros sigamos siéndolo”, debieron pensar.

He querido hacer esta reflexión después de leer los resultados del Informe del Observatorio del Mercado Premium y de Productos de Prestigio (y antes de que se encendiera la mecha de Valencia). En el documento, elaborado por el Instituto de Empresa Bussiness School, se da la siguiente definición de una marca Premium: “es aquella cuyos productos presentan un precio tres veces mayor al precio medio de los productos de su categoría”. Consideramos, por lo tanto “rico” a aquel que está dispuesto a pagar por algo al menos tres veces más de lo que vale.

En todo el mundo, el consumo de este tipo de productos se ha disparado. Y los especuladores siguen siendo los mismos: aquellos que, por un arte de birli birloque, son capaces de multiplicar (al menos) por tres una inversión sin moverse de un sillón. Es decir, que para ellos sigue habiendo dónde apostar, ya que los productos de lujo son solo un ejemplo ínfimo de las paradojas de la economía liberal.

El estudio que he citado se refiere solo a España. En este ámbito, los clientes de este tipo de mercado son, a partes iguales: españoles realmente ricos, turistas y los denominados “públicos aspiracionales”, personas que se sienten bien experimentando esporádicamente el dudoso placer de actuar como si fueran ricas.

En las últimas décadas, las sinergias aspiracionales han sido el fundamento de la publicidad. Han sido el principal argumento de venta de los mismos empresarios y comerciantes a los que hoy se les llena la boca diciendo que hemos querido vivir por encima de nuestras posibilidades. Y parecen no darse cuenta de que esa ha sido la razón de su prosperidad. Y que ahora está siendo también la causa de su ruina.

No hace falta ser un Nóbel de economía para entender que, en un sistema cerrado, es imposible mantener un ritmo interminablemente creciente de producción, beneficios empresariales y bienestar social (entendido como capacidad consumo, además de acceso a los servicios básicos). Aunque nos hayan dicho lo contrario, el deseo es un instrumento de la especulación, que lo único a lo que conduce es a la desigualdad, a la concentración de la riqueza en aquellos con capacidad de hacer apuestas sobre el deseo. De un lado, una burbuja de vacío (¿qué es sino vacío lo que hay entre el valor de uso y el valor de mercado, entre el precio de una marca estándar y el precio multiplicado por tres de una marca premium?) y, del otro, los beneficios tangibles de los especuladores.

Pero la economía, excepto para los trabajadores y para esos comerciantes y pequeños empresarios, ya no es un sistema cerrado. Se ha desarrollado una “economía global” y, con ello, una válvula de escape para los especuladores. Ya no hay que reactivar el consumo local castigado por la crisis para evitar que los especuladores se vean afectados por la crisis. Basta con que busquen otros mercados. Esta burbuja explota mientras otra se empieza a llenar de vacío en algún otro lugar, en algún otro segmento de consumo, en algún otro sector...

Esta crisis no solamente va a dejar en la estacada a los trabajadores (como siempre) y a los empresarios y comerciantes de bienes de uso (muchas veces, en sectores como la alimentación o los servicios públicos, de bienes de necesidad), sino que también va a abandonar a su suerte a países enteros en los que la burbuja del deseo se ha desvanecido. Grecia es una muestra, como lo es España, Italia; como lo fue Islandia, y antes Argentina, Brasil, Venezuela...

El modelo liberal, tan pragmático, tan racional, tan carente de sentimientos, maneja con maestría los sentimientos de sus peones: el deseo, el ansia de libertad del cow-boy de Malboro, el mensaje de paz revivido con Coca Cola junto al árbol de Navidad..., “la chispa de la vida”.

Y en momentos como éste maneja también el miedo y la esperanza. En España, por ejemplo, la aplastante victoria de los conservadores estuvo adornada por el cartel del cambio, cuando la realidad es que se les ha votado porque se considera que son los que mejor pueden gestionar el modelo económico en el que estamos inmersos. Después de todo, es su sistema. De hecho, el mensaje es claro: basta de tantas subvenciones, basta de tantas prestaciones, basta de tantos servicios públicos. El Estado no puede derrochar... ¡Qué mal íbamos por ese camino!

Una cortina de humo. El verdadero derroche han sido los beneficios “interminablemente crecientes” de los bancos (ese dinero repartido a toneladas en las últimas décadas está en algún sitio); el verdadero derroche han sido las burbujas, esa descompensación brutal entre el valor de uso y el valor de mercado; el verdadero derroche ha sido creer que bienestar significa pagar por algo al menos tres veces más de lo que vale. Es curioso que el español que se habla en Cuba, la palabra especular signifique presumir.

En esa economía especulativa, estadística, predictiva, intangible, improductiva, regida por valoraciones de riesgo y por la evaluación de la salud del sistema financiero y en la que, además, para lograr “credibilidad” no es necesario reactivar el consumo (las economías personales o familiares) sino las grandes cifras, lograr resultados positivos no parece una tarea difícil. Bastaría con esclavizar el trabajo: eliminar las garantías de estabilidad de los trabajadores, congelar sus sueldos, aumentar las desigualdades sociales... Como bien saben los liberales, y además no lo disimulan, el único escollo es la política. Porque solo el desorden podría evitar el cumplimiento del sueño liberal. La necesidad de paz social obliga a mantener el espejismo de la democracia. Por eso el avance ha de hacerse de una forma sutil: tres pasos hacia adelante y uno hacia atrás. O, según desde donde se vea, tres pasos hacia atrás y uno hacia adelante. Para que el modelo especulativo-financiero (liberal) avance, es necesario que la parte “social” de la economía social de mercado (el modelo socialdemócrata) retroceda. Tan cierto como la ley de vasos comunicantes. Si en algún momento parece que ambos intereses se conjugan, se nivelan, es porque en algún lugar hay una burbuja de aire.

No tengo ninguna duda de que los estadistas liberales están en el camino de salir de “su” crisis. Pero, para los trabajadores y para esos comerciantes y pequeños empresarios, salir de la crisis no vale de nada si ello implica hacer más ancha y profunda la zanja de la desigualdad, perder servicios y prestaciones esenciales (en la sanidad, en la educación...) y, en definitiva, reducir el nivel de vida de los ciudadanos (que no el ansia de satisfacción inmediata del deseo. Porque los especuladores seguirán ganando con otros trabajadores (más empobrecidos); con otros comerciantes (de los países emergentes) y con otros pequeños y medianos empresarios (de países o sectores de actividad que se ajusten mejor a sus necesidades coyunturales).

¿Por qué en lugar de consolidar el nuevo nivel (bajo) de la parte social a causa de la explosión de la burbuja no se trasvasa parte de la riqueza que se acumula en el otro lado? Incluso en los modelos políticos actuales, las expropiaciones y nacionalizaciones son posibles. Es posible castigar a quienes hincharon la burbuja especulando. Islandia lo ha hecho. Es posible que los bienes y servicios esenciales, como el agua, la energía, la educación, la sanidad, las comunicaciones... pertenezcan al Estado para que puedan ser distribuidos de una forma más justa y equitativa. Es posible avanzar en la igualdad. Esto, aunque tal vez no alegre a las agencias de calificación y beneficie e la “buena imagen” de un país, es también un camino para salir de la crisis.

Estos días, Rajoy llamaba al orden para mantener la imagen de España, para garantizar la buena marcha de sus planes de salida de la crisis. El orden, siempre el orden. No es nada nuevo. Una vez más recuerdo el célebre último texto de Rosa Luxemburgo “El orden reina en Berlín”. De nuevo recomiendo encarecidamente su lectura.

Probablemente sin saberlo, el jefe de la policía de Valencia ha dado en el clavo. Esa pugna de vasos comunicantes entre el capital especulativo (improductivo) concentrado en pocas manos y el trabajo, y si queremos también el consumo y el capital no especulativo, es decir, el pueblo (incluidos trabajadores, profesionales, comerciantes y pequeños y medianos empresarios) no es más que un modelo de lucha de clases. Para quien representa a uno de los lados, el otro es el “enemigo”.

Para corregir la actual tendencia, reconozcámoslo, distorsionar el orden, expresar de una forma eficaz y lesiva para la otra parte el cabreo, indignación o como queramos llamarle, no es un mal comienzo. Levantar las manos, concentrarse un ratito en la calle y hablar por un megáfono no basta. Porque eso no molesta a nadie. A nadie.

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