Punk 1.0. Lou Reed
(Publicado en la revista "Filosofía Hoy". Nº5)
Un chico blanco, judío, de clase acomodada y de diecisiete años no puede aspirar a convertirse en escritor en el seno de una familia perfecta que vive en una perfecta vecindad de Freeport, en Long Island. ¿Acaso Kafka no había odiado a su padre y Alan Poe no se había enfrentado de niño a la orfandad y al castigo de un padrastro poco comprensivo?. Lewis Alan Reed, que había nacido en marzo del 42 en un hospital de Brookling, tuvo claro desde el principio que si quería hacer carrera en las letras debería forjarse su propia leyenda y darse alguna que otra vuelta por el lado salvaje.
Las sesiones de electrochoque a las que fue sometido en 1959 por lo que sus conservadores padres interpretaron como comportamientos homosexuales y por el pésimo humor con el que trataba a sus semejantes le dieron el pretexto perfecto. Era un buen comienzo para justificar la transformación, el tormento y la transgresión que Lewis había escrito para su propio personaje:
“Todos tus psiquiatras del tres al cuarto te meten electrochoques
Dijeron que te dejarían vivir en casa con mamá y papá en vez de en los manicomios
Pero siempre que intentas leer un libro no llegas siquiera a la página diecisiete
Porque olvidas donde estabas, así que no puedes ni siquiera leer
No sabes que van a matar a tus hijos
No sabes que matará, matará a tus hijos”
(“Kill Your Sons”. Sally can't dance. 1974).
Aunque tocaba en bandas que habían de cambiar de nombre para que no los reconociesen si querían actuar dos veces en un mismo local, en su etapa del instituto Lewis no se planteaba ni de lejos ser una estrella del rock. Quería ser escritor. Y fue gracias a esa vocación que Lou Reed se convirtió, no solo en una estrella del rock, sino en uno de los cantantes con más genio de la historia de una música popular aupada por él, y por muy pocos como él, a la categoría de la más elevada creación literaria.
Pero ese reconocimiento vino mucho después.
Habíamos dejado a Lewis turbado y con dificultades para leer después de la terapia que siguió a las tres sesiones semanales de electrochoque durante ocho semanas. Veinticuatro descargas eléctricas que habrían de obrar la primera transformación, la primera máscara.
Lou se vistió de negro, pantalones negros, jersey negro de cuello alto, cazadora negra. Un aspecto que más o menos mantiene y que asociamos a su leyenda. Negro como la cucaracha en la que un buen día se vio transformado Gregor Samsa en la Metamorfosis de Kafka; negro como el cuervo eterno que llamó a la puerta de Allan Poe y se quedó para siempre en el dintel de su puerta: posado, inmóvil y nada más. Y la paradoja quiso que Reed comenzara su carrera en solitario (si excluimos el desafortunado álbum Lou Reed) con Transformer (1972), producido por el camaleón David Bowie y que el penúltimo de los que ha grabado en estudio lleve por título The Raven (El Cuervo. 2003) y sea un homenaje a la obra poética de Poe.
En la Universidad de Siracusa, a principios de los 60, el joven Lou paseaba por el campus con andares afeminados y una aureola de poeta maldito que rememoraba sus relatos de adolescencia en los que describía a su padre como un maltratador y a su madre como una bruja incestuosa. Pero, al mismo tiempo, salía con la chica más guapa, estudiaba diligentemente filosofía y leía a Kierkegaard, a Hegel, a Sartre o a los beatniks.
Inmerso como estaba en el personaje del joven que quiere ser escritor, Lou imaginaba ser Stephen Dedalus, el héroe, el artista adolescente, en su relación con el poeta Delmore Schwartz, que había acudido a Siracusa a impartir un taller literario y al que veía como Leopold Bloom. Un día, Schwartz, que odiaba el Rock&Roll, le dijo: “sabes escribir, pero si un día te vendes y existe un cielo desde el que pueda venir a por ti, no dudes que lo haré”.
Las drogas, sin duda, ayudarían a perfilar su personaje en transformación. Lou fumaba marihuana y conocía los efectos de todas las pastillas, las de prescripción médica y las otras, como el clorhidrato de anfetamina. En la Universidad fue trapichero y vendía heroína, aunque todavía no la consumía por el pavor que tenía a inyectarse. Una muestra de que la autodestrucción habría de ser parte del personaje y no necesariamente del autor. Por algo Lou Reed todavía está vivo.
“Cualquiera que haya tenido alguna vez un corazón
No se dará la vuelta para romperlo
Y cualquiera que alguna vez haya interpretado un papel
No se dará la vuelta para odiarlo”.
(“Sweet Jane”. The Velvet Underground. Loaded. 1970).
Aún así, cerca ya de los años 70 había que consumir para ser underground y sobre todo, para ser un underground de terciopelo. ¿Que cuál es la diferencia? Pues nada menos que la que ha caracterizado a toda la contracultura desde entonces.
1967 fue el verano del amor. Los Beatles publicaron el Stg. Peppers y el LSD dibujaba mariposas y arco iris en las mentes de los soñadores que amaban al amor y vestían túnicas blancas. Y, lejos del éxito comercial, la Velvet Underground, con Lou, John Cale y, a regañadientes, la bella Nico, al frente, destapaba un desfile de monstruos oscuros, sórdidas historias de travestís y ángeles negros muertos. Ya entonces Lou esperaba a su camello en la esquina de Lexinton con la 125 con veintiséis dólares apretados en un puño:
“me siento enfermo y sucio, más muerto que vivo
Estoy esperando a mi hombre”
(“Waiting for the man”. The Velvet Undergorund & Nico. 1967).
Los traficantes siempre hacen esperar.
Aquel año, la senda de la rebeldía se bifurcaría para siempre. Aunque, en realidad, nada sea tan sencillo como para poder ser reducido a dos caminos y todo se ajuste más al juego de múltiples máscaras propuesto por Reed. Pero sí hubo dos formas de afrontar la ruptura de unas convenciones que provocaron la guerra de Vietnam y la inminencia de una crisis económica tras una década de bienestar sostenido en la consolidación de la sociedad de consumo.
Los hippies soñaban con volver al campo, vivir en comunidad y tener que fabricarse hasta el reloj. Su atractivo pensamiento utópico y positivo, sin embargo, no tardó en ser asimilado por el sistema contra el que trataban de rebelarse. ¿Quién puede estar en contra de la paz y el amor?
Y estaba la vida real, en las ciudades y, como paradigma urbano, en Nueva York. Nadie supo entonces que el fracaso comercial de “The Velvet Underground & Nico” (1967) había de ser el germen de la mayor parte de las tendencias contraculturales que condicionaron el cambio del milenio y que (al menos algunas de ellas) siguen vivas. Lejos de las ansias maximalistas y colectivistas del “hippismo”, actitudes más ácratas e individualistas entendían la rebelión como algo más vinculado a las formas, más cercano a las actitudes. Después lo llamarían punk.
En esos años, Lou estaba inmerso en la Factory de Warhol, que actuaba como un imán para personajes como los descritos en “(Take a) Walk on the wild side”: Holly, que cambió de sexo en el camino de Miami a Nueva York; Candy, la amante de todos en el cuarto de atrás; Little Joe, un polvo aquí, un polvo allá; la bailarina Sugar Plum Fairy o Jacky, ciega de anfetas.
“La ciudad de Nueva York es donde dijeron:
Hey babe, date una vuelta por el lado salvaje”
(“Walk on the wild side”. Transformer. 1974).
Y allí coincidían con algunos de los principales artistas y escritores del momento, como Truman Capote, William Borrougs, Dalí...
Antes de que terminaran los 60, Lou “despidió” a Andy Warhol, que había sido una especie de manager del grupo. Aunque era mucho más que eso. Era su amigo. La relación contradictoria con Cale, el intérprete de formación clásica que tocaba una extemporánea viola eléctrica y que daba consistencia musical a la Velvet, sumió a la banda en una decadencia sin retorno. Primero abadonó Cale, y luego fueron los demás quienes, sin Lou, grabaron Loaded.
Reed, al que el biógrafo Victor Bockris describe maliciosamente como alguien con ocho personalidades, empezó los 70 cabreado y sin máscara que ponerse. Trató de curarse la depresión con un disco en solitario, titulado Lou Reed, que fue un fracaso.
Sería en Europa, a partir de diciembre de 1971, donde encontraría una nueva piel de serpiente para cubrir aquella desnudez de actor sin papel. Warhol, que le profesaba un cariño sincero, por encima del rencor, le pidió algunas canciones para un espectáculo. –“Podrías hacer una que se titulara “Vicious”, algo del tipo, 'me pegas con una flor', por ejemplo”.
Y Lou conoció a David Bowie, que de alguna manera cubriría el vacío dejado por Warhol y John Cale. Y fue aquel “camaleón” británico quien le produjo el nuevo album: Transformer. El símbolo de una nueva era. Otra.
“Despiadada
me pegas con una flor
lo haces cada hora
eres tan despiadada”.
(“Vicious”. Transformer. 1972).
El maquillaje del glam rock, efímero pero de una gran influencia en el surgimiento del punk y en la música de “nueva ola”, convirtió a Bowie en el ambiguo extraterrestre Ziggy Stardust, y a Lou Reed en una especie de zombi en blanco y negro. Junto a ellos, otros artistas como Marc Bolan (T Rex) o Alice Cooper ayudaron a dar a esa moda categoría de tendencia.
El nacimiento del que tal vez sea el movimiento más influyente del siglo XX se identifica con la salida en Nueva York de la revista Punk, en 1976. El primer número se estrenó con una caricatura que representaba a Lou Reed en la portada (hoy, un icono) y con una entrevista en las páginas interiores. Marlon Brando, que junto con James Dean era uno de los actores favoritos de Lou, fue descrito como “el punk original”.
Es en ese momento de reconocimiento de su influencia en la historia cuando Lou Reed pasa la frontera a la leyenda. A partir de entonces, y hasta ahora, ha seguido trabajando fiel a un compromiso no escrito de reinventarse periódicamente, de ganarse la vida sin apoltronarse en ese carácter legendario.
El licenciado en Literatura Inglesa por Siracusa que quiso ser escritor sigue siendo un genio que publica poemas y que muestra su genialidad por los escenarios, ya sea para interpretar los temas de sus cerca de 40 discos, o para reinventar a Allan Poe, o para recitar poetas catalanes o para, como hizo con su esposa Laurie Anderson, ofrecer un concierto para perros en Sidney. ¿Hay algo más punk?
Pañuelos para la política
Durante la actuación en el Bottom Line de Nueva York en la que fue grabado el disco “Take no prisioners” (1978), Lou Reed se dedica a improvisar discursos rítmicos y sonoros con las progresiones armónicas de algunas de sus canciones más conocidas. Suena el riff de “Sweet Jane”. Lou ríe e interactúa con el público. “–¿Eres político, Lou?. –¿Político sobre qué?. Dadme un asunto y yo os daré un pañuelo con el que podéis limpiarme el culo”. Se trata de un juego de palabras con issue (asunto) y tissue (pañuelo), que hace aliteración con ass (culo). Recientemente, en el foro de su web, Lou Reed contestó a un admirador que el periodismo está “aliado con el diablo”. La reacción contra la política como representación del poder, y de los medios como herramienta al servicio de ese poder, que ahora ha lanzado a la calle a miles de personas en las plazas de España, es sintomática en la actitud que Lou Reed simbolizó en su momento y que es uno de los aspectos más perdurables de su influencia.
Del glam al perroflautismo
Los físicos Alan Sokal y Jean Bricmont criticaron en “Imposturas Intelectuales” (Paidós Ibérica 1999) el abuso reiterado de conceptos físico-matemáticos en las ciencias sociales. En el capítulo sobre la teoría del caos arremeten contra el autor de “La condición postmoderna. Informe sobre el saber”, Jean Françoise Lyotard.
Dejando a un lado la banalización de la postmodernidad como el cajón de sastre con el que justificar todas las incoherencias (que no las paradojas descritas por Lipovetsky) del liberalismo económico y de la sociedad de consumo, lo cierto es que las redes sociales y sus efectos únicamente pueden entenderse desde la perspectiva del “caos creativo”.
Pese a tratarse de una peligrosa simplificación, podríamos decir que el caos implica que pequeñas variaciones en los momentos iniciales de una causa pueden producir efectos impredecibles y muy diferentes.
La Factory de Warhol, la Velvet Underground o el “glam rock” de Transformer son, en parte, la causa que ha tenido su efecto en fenómenos tan diferentes como la moda de Gaultier o Christian Lacroix, el cine de Tim Burton o Robert Rodríguez, la literatura de Irvine Welsh, el punk, la “New Wave”, el graffiti y el arte urbano, el orgullo gay, el “imperio de lo efímero”, la “satisfacción inmediata del deseo” en la sociedad de consumo, la “sociedad de la decepción” o el nuevo anarquismo urbano de aquellos que han sido maliciosamente bautizados como “perroflautas”.
Por Alberto Alonso
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