Liberar a Europa. ¡Atrevámonos a pensar!

Llegará un día en el que no habrá más campos de batalla que los mercados que se abran al comercio y los espíritus que se abran a las ideas”. Fue el sueño bienintencionado que expresó Víctor Hugo a mediados del siglo XIX, cuando formuló su idea de los “Estados Unidos de Europa”. El Rin era entonces una herida abierta que exudaba la vergüenza de un continente dividido por la ambición sobre las riquezas minerales de Alsacia y Lorena: hierro y carbón.

Víctor Hugo tuvo claro que, un día, el comercio sustituiría a las guerras en Europa. Y sucedió. Pero hubo que esperar hasta 1989, cuando la caída del muro de Berlín escribió el epílogo del último gran conflicto bélico; o hasta 1995, cuando terminó la que podríamos llamar tercera guerra de los Balcanes. Entremedias, la Historia castigó al viejo continente con la guerra Franco-Prusiana, la primera y segunda guerras de los Balcanes y la primera y la segunda guerras mundiales (además de guerras civiles en Rusia y en España).

El tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna, coincidente con el descubrimiento del Nuevo Mundo, dio origen a dos modelos de hegemonía: Alemania pretendió la supervivencia del Sacro Imperio Romano Germánico, la Europa unida en el Reich; mientras que España y el Reino Unido apostaron por los imperios coloniales. El desastre del Imperio Español redujo la historia moderna a la hegemonía del pragmatismo inglés (riqueza y comercio) o del humanismo europeo (política y pensamiento). Al frente del primero pronto se situaron los Estados Unidos de América, mientras que por el liderazgo del segundo pugnaron primero Alemania y Francia y, luego, también Rusia.

Hitler tenía su sueño de Europa, reconstruir el Imperio Germánico basado en la supremacía (de la raza), mientras que los modelos de Francia y la Rusia comunista ambicionaban una fraternidad universal (no solo europea, aunque también) de igualdad y libertad.

Fue en estas dos últimas potencias, Francia y Rusia, donde se lanzaron las ideas de los Estados Unidos de Europa. Por una parte, como ya he dicho, Víctor Hugo la expresó en el Congreso Internacional de la Paz de París, en 1849, y en la Asamblea Francesa, en 1871. En los años 20, Lenin y Trotsky protagonizaron una polémica sobre la conveniencia de defender “la consigna de unos Estados Unidos de Europa” en el seno de la Internacional.

En este punto, merece la pena hacer una digresión sobre algunos de los argumentos de esta polémica. Tanto Trotsky como Lenin coincidían en señalar la imposibilidad de la existencia de unos verdaderos Estados Unidos de Europa con un sistema capitalista.

Trostky dijo: “una unión económica un poco completa, por arriba, como consecuencia de un acuerdo entre gobiernos capitalistas, es una utopía. En ese terreno no se irá más allá de compromisos parciales o de medias tintas”. Y Lenin recordó que “en el capitalismo es imposible un proceso uniforme de desarrollo económico de las distintas economías y de los distintos Estados”.

Ambas frases, escritas en los años 20 del siglo pasado, adquieren hoy una inusitada actualidad. La cerrazón de Alemania, y de otros países como Austria, a la unificación de la política económica europea y el fiasco de la Constitución Europea mantienen a la UE como un contrato “parcial y de medias tintas”. Y los problemas surgidos con Grecia, Irlanda, Portugal, España y Italia muestran que, efectivamente, es imposible “un proceso uniforme de desarrollo económico”.

La caída del Muro de Berlín y la elección de Nicolás Sarkozy en Francia simbolizan la renuncia a los modelos francés y ruso.

De acuerdo con la profecía de Víctor Hugo, en la que las guerras serían sustituidas por los mercados, podríamos decir que en la situación actual, Europa vuelve a ser el escenario de un gran conflicto. No habrá muertos, pero sí las consecuencias de la existencia de vencedores y vencidos. La Alemania unida vuelve a mostrar sus ansias de supremacía obligando a otros Estados a renunciar a la capacidad de tomar decisiones soberanas. Y lo hace, de nuevo, desde una posición de superioridad. Baste recordar las declaraciones de Angela Merkel en las que, con datos falsos, alimenta el tópico de que los europeos del sur trabajan menos que los del norte. El tono moralista es todavía mayor cuando dice: “Sí, Alemania ayuda. Pero Alemania solo ayuda si los demás de esfuerzan”. Hoy, más que nunca, Europa avanza hacia el IV Reich (eso sí, sin los delirios raciales, bélicos y tiránicos de Hitler).

Pero, ¿por qué nadie se pregunta si la situación actual de crisis económica y política no será la consecuencia de la imposición salvaje del modelo liberal tras la década de los 80 del siglo pasado?. ¿Acaso nadie se acuerda de que todo empezó con la caída de un banco (el Lehman Brothers), con la burbuja de la especulación inmobiliaria y con los “errores” de calificación de las hipotecas subprime?. ¿No habrá tenido también que ver la derogación en 1999 de la Ley Glass Steagall que desde los años 30 había mantenido separados a los bancos comerciales y los de inversión, la economía productiva de la especulativa? ¿Por qué el proceso de construcción europea no siguió el carácter social y de justicia soñado por muchos de sus promotores?

Creo que podemos encontrar respuestas en la evolución del pensamiento moderno y posmoderno.


Potencia de recuperación del capitalismo

Ya en 1972, Gilles Deleuze y Félix Guattari, en “Anti Edipo”, señalaban que “el capitalismo dispone de una especie de axiomática, de algo nuevo que no se conocía. Y ésta, como sucede con todas las axiomáticas, es una axiomática al límite, no saturable; lista para añadir siempre un axioma de más que hace que todo vuelva a funcionar”. Es lo que se llama “la potencia de recuperación del capitalismo”. No importan las evidencias de que la actual crisis ha sido provocada por decisiones del capitalismo, como en su día no importó la evidencia de que existía el proletariado como clase, y como actualmente no importa la evidencia de que los excesos humanos deterioran el planeta. El capitalismo es capaz de derivar las responsabilidades hacia el gasto social y el endeudamiento público, o de engullir a los partidos socialdemócratas y a los sindicatos, o de crear modelos ecológicos de “responsabilidad social empresarial”.

Al hablar de esta axiomática como “algo nuevo que no se conocía”, Deleuze y Gauttari debieron olvidar a la tradición judeocristiana y su capacidad para asumir que la tierra no es el centro del Universo, o las teorías evolutivas de Darwin, o la inconveniencia de hacer una interpretación literal de su propio metarrelato (la Biblia) y, aún así, seguir adelante.

Desde los extremos del pensamiento, Badiou dice que el capitalismo es una civilización “sin mundo”, Fukuyama dice que vivimos “el fin de la historia”, Lyotard habla de la “incredulidad con respecto a los metarrelatos”, ya sea el cristianismo, el marxismo, el estructuralismo o el psicoanálisis.

Es tiempo de la deconstrucción, el nihilismo de Nietzsche llevado al límite. Y en el mundo real, los “rioters” ingleses salen a la calle a destruir sin explicaciones ni argumentos, sin esperanzas ni ambiciones, y los indignados españoles protagonizan su “revuelta sin revolución” en palabras de Zizek.

Negación, desesperanza, decepción, individualismo y desidia atenazan a las sociedades incrédulas. Parafraseando y descontextualizando a uno de los más lúcidos escritores considerados posmodernos, Milan Kundera, los años 80 del siglo XX nos sumieron en una era de levedad que se ha hecho insoportable.

Si, en 1989, la caída del Muro de Berlín representó un cambio de dirección en el fluir de la historia política, en 1979, la publicación de “La condición posmoderna” de Lyotard es sintomática de un cambio de dirección en el fluir de la historia del pensamiento y en 1992, la publicación de “El fin de la historia y el último hombre” de Fukuyama es sintomática de un cambio de dirección en el fluir de la historia económica.

Se trata de tres momentos simbólicos, por su concentración en prácticamente una década y, por lo tanto, citados sin afán cualitativo. De la misma manera que el cambio político no se limita a la caída del Muro, el momento filosófico centrado en el acto comunicativo va mucho más allá de Lyotard (con autores como Habermas, Deleuze, Castoriadis, Foucault, Vattimo, Derrida, Lipovestky, Jameson, Badiou o Zizek). Y, desde luego, el neoliberalismo y el neoconservadurismo van mucho más allá de Fukuyama, con una obra sin profundidad y una actitud vital poco coherente. Sin embargo, haber formulado “el final de las ideologías” y haber creado el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano (junto con los principales colaboradores de Bush hijo, como Cheney o Rumsfeld) lo sitúan en el cénit del momento histórico que algunos han identificado también como capitalismo tardío o era postindustrial.


De la ortodoxia al pastiche

En “La condición posmoderna”, Lyotard define la posmodernidad como “la incredulidad ante los metarrelatos”. Y los críticos han señalado que, al ser formulada, la posmodernidad se convertía también en un metarrelato y que, por lo tanto, se negaba a si misma. Pero, si es así, se trataría de una negación paradógica que sí podríamos calificar como posmoderna.

Como análisis social, las tesis posmodernas son impecables, lúcidas y, en muchos de los casos, acertadas. Pero no pasan de ser eso, descripciones de una realidad existente. Y por eso no se pueden comparar con los metarrelatos. El cristianismo prescribe recetas para ganar el cielo, el marxismo propone cómo alcanzar una sociedad más igualitaria y libre, el estructuralismo propone cómo afrontar el análisis del conocimiento humano, y el psicoanálisis propone cómo liberarnos de los fantasmas que se esconden en el subconsciente. Sin embargo, la posmodernidad, en sí misma, no nos dice cómo afrontar la incredulidad con respecto del pasado y la desesperanza con respecto al futuro.

Los productos del posmodernismo los encontramos en el arte, en el diseño, en la moda, en el estilo de vida (el mercado como producto de consumo en sí mismo), y en subproductos como los libros de autoayuda o todo tipo de fórmulas mágicas (incluso religiosas o esotéricas).

Independientemente del movimiento al que se llamó de forma concreta “posmodernismo”, correspondiente a los años 80 y 90 del siglo pasado, una de las cualidades del arte posmoderno es el pastiche, y por eso muchas de las obras de la posmodernidad son parábolas de la posmodernidad misma. Se considera a Nietzsche como el primer posmoderno y su Zaratustra es una muestra de collage que actúa como parábola. Lo mismo podemos decir del Ulyses de Joyce, con su compleja mezcla de estilos y puntos de vista, o de Beckett en su proceso de deconstrucción del lenguaje.

En la arquitectura, Frank Gehry es igual de ilustrativo. En el cine hay ejemplos magistrales, como La Naranja Mecánica y, en España, el Almodóvar capaz de hacer pastiche con elementos de la cultura pop, del punk y de la copla tradicional. En la música, la posmodernidad abarca desde las fusiones, hasta el ska de segunda ola, el punk y todo el desarrollo del conocido como pop británico de la época post-punk. Considero que una magistral expresión de lo que quiero decir es la escena de la película “Sex Pistols. The Great Rock and Roll Swindle” en la que Sid Vicious interpreta My Way ante un distinguido público del teatro Olimpia de París.



El título de la canción es toda una fábula. En su etapa inicial, el pastiche posmoderno permitió que se fragmentara y descontextualizara toda la información cultural recibida creando posturas que eran asumidas por grupos sociales cada vez más pequeños. La identidad, para Lyotard, está en la diferencia. Y el tiempo, ayudado por la manipulación, instigada por el poder y el mercado, hizo que esta diferencia fragmentara los metarrelatos hasta la mínima expresión de la unidad. Socialista “a mi manera”, solidario “a mi manera”, ecologista “a mi manera”. De una forma acertada, y adelantándose al caos de internet, que llegaría décadas después, el asunto central de “La Condición posmoderna” radica en el mismo problema al que se ha enfrentado el saber a lo largo de toda la Historia: la legitimación. ¿Dónde está la verdad?

Fredric Jameson, en la introducción de su “Teoría de la posmodernidad” señala que “uno de los rasgos más sorprendentes de lo posmoderno es que un amplio espectro de tendencias actuales de análisis confluye en su seno (predicciones económicas, estudios de márketing, críticas culturales, nuevas terapias, la jeremiada —generalmente oficial— en torno a las drogas o la permisividad, reseñas de exposiciones de arte o festivales nacionales de cine, revivals o cultos religiosos)”.

En su sucesión hegeliana, los momentos históricos se oponen al momento precedente. En su desbocado devenir, la postmodernidad, alentada por la tecnología de la información, precipita la dialéctica: los 50, los 60, los 70, los 80... Cada década niega a la anterior, pero recupera tendencias más lejana en el tiempo: los revivals.

Pero lo que caracteriza a la posmodernidad en su conjunto es la negación de la modernidad: la ilustración, el conocimiento, la razón... La razón moderna necesitaba ser legitimada. Y este es un peso del que también alivia la posmodernidad. Es irracional. Tan irracional como un mercado de valores, que no tendría sentido si lo liberamos de las incertidumbres. Si supiéramos cómo se van a comportar los mercados, ¿qué sentido tendría invertir en ellos? Para que unos ganen, otros tienen que perder. Tienen que existir los riesgos, las incertidumbres. Como en la religión tiene que existir la fe irracional.
En el ámbito social y económico, la posmodernidad ha sido un guante a la medida de la religión y del neoliberalismo. Como he dicho anteriormente, en ambos casos, no existen escrúpulos para aceptar nuevos axiomas para legitimar el seguir adelante. Forma parte de las paradojas de las que habla Gilles Lipovetsky, autor de “La era del vacío”, en “Tiempos hipermodernos”.

Durante la década de los 80 y de los 90, muchos de los que cuando eran más jóvenes habían participado de los sueños de revolución y contracultura se convirtieron en lo que se denominó yuppies. Eran nuevos burgueses que habían recurrido a las justificaciones posmodernas (“sigo siendo el mismo, pero 'a mi manera'”) para abrazarse a las oportunidades que les ofrecía el expansivo capitalismo. Estaban de vuelta, autosuficientes, seducidos y aliviados por la no necesidad de pensar. Pronto esta levedad, esta idea de que no había necesidad de pensar se extendió y lo inundó todo de un inmenso vacío. En ese contexto, nos hicimos la ilusión de llenar parte de ese vacío siendo solidarios, ecológicos, concienciados con algo que no pasó de ser lo que el mexicano Roger Bartra llamó “pobretología” o lo que Zizek desarrolla en su lúcido vídeo “Primero como tragedia y después como farsa”.



El pensamiento posmoderno adopta la tesis de Popper de que no se puede alcanzar la verdad a partir del método hipotético-deductivo, es decir, del método científico. Se hace una pregunta, se formula una hipótesis, se hacen deducciones y se experimenta. Para Popper, de la respuesta nace una nueva pregunta. Otra negación, la del conocimiento verdadero que, o bien lleva a buscar respuestas esotéricas, y por eso afloran los fundamentalismos religiosos, o bien puede conducir a la desidia con respecto a los razonamientos y, en el caso del discurso, con respecto a la argumentación.

Negado el futuro y los argumentos, carpe diem! El mercado de consumo se liberó de la necesidad del argumento de venta y centró sus esfuerzos en la satisfacción inmediata del deseo. Un deseo irracional liberado de la lógica de comprar algo que necesitamos, o comprar algo que nos facilita alguna tarea, o comprar algo que funciona. Adiós a la idea de Le Corbusier de que una casa es “una máquina para vivir”. Esa irracionalidad a la que me referí al hablar del mercado de valores se aplica también al mercado de consumo, que refleja el valor de la marca, de la moda, del deseo, por encima de los valores objetivos como los costes de producción o la demanda por la necesidad o por la funcionalidad.

Si ya no es necesario argumentar para convencer, ¿por qué los partidos políticos han de hacer programas electorales o hacer propuestas? La política pasa a ser un producto más de marketing al que han de aplicarse los mismos criterios irracionales, pasionales. El político ha de investigar lo que la gente desea recibir sensorial e inmediatamente: lo que quiere ver, lo que quiere escuchar... y dárselo. Tan irracional y posmoderno como la catarsis demócrata en la convención de Chicago del 96 que confirmó a Bill Clinton como candidato a la presidencia de Estados Unidos al ritmo de “La Macarena”.

Los medios de comunicación de masas tradicionales (prensa, radio y, en el inicio de la posmodernidad, sobre todo televisión) han sido los difusores de los cantos de sirena del mercado de consumo. Como ya dije, el mercado se convierte en un producto de consumo en sí mismo. El capital controla los medios, que no tienen por qué ser rentables económicamente. Son herramientas de poder. Y el que quiera vender, ya sea un coche o un candidato político, tiene que recurrir a ellos. Esta publicidad y este periodismo obligan a los partidos a destinar grandes inversiones a la promoción, y los partidos han de recurrir a quien tiene el dinero: los bancos y las grandes corporaciones. En su contrato, partidos y capital intercambian parcelas de poder, capacidad de toma de decisiones, hasta que la balanza está tan desnivelada a favor del segundo que los Estados pasan a vivir en una dictadura del capital.


La deconstrucción de Europa

Y Europa, que debería haber sido el modelo del bienestar bajo criterios de justicia social, inició el siglo sumida en ese vacío, en esa ilusión individualista, en esa dictadura del capital. Sin oposición social, el neoliberalismo colonizó todo el proceso de construcción Europea. Sarkozy ganó las elecciones en Francia; Merkel en Alemania; Berlusconi en Italia...

Europa vive en un contexto en el que nadie (con capacidad de decisión, porque el que no la tiene vive liberado de ese peso) duda de que, para que todo vaya bien, los bancos tienen que ofrecer gigantescos beneficios, pagar nóminas astronómicas a sus directivos; que la situación ideal es la de poder atraer inversiones bajando los impuestos a los que tienen capacidad de invertir (los ricos); que el consumo es el termómetro de la economía. Sin embargo, los Estados aceptan nuevas reglas que implican menos capacidad de gestión y, con ello, la obligación de recortar prestaciones sociales.

Eso en el contexto de ese vacío neoliberal en el que se privatizaron empresas públicas que suministraban bienes y servicios esenciales (comunicaciones, transportes, energía...) mediante la explotación de recursos comunes. En España, las “joyas de la corona”: Telefónica, Repsol, Endesa, Tabacalera, Argentaria, Iberia y, actualmente, las Cajas de Ahorros. Algunas de ellas se encuentran entre las empresas más rentables de Europa.

Y hoy se da la paradoja de que si un traficante de armas tiene capacidad de persuasión y la credibilidad suficiente, puede convencer a un banco para que le haga un préstamo para una operación. Su delito será el de traficar con armas, pero no el de pedir un crédito. En cambio, una Administración, en un momento en el que tiene dificultades para pagar las pensiones, tiene limitada por ley su capacidad de endeudamiento.

Los Estados, una vez despojados de los activos que le podrían proporcionar recursos, limitados a la hora de tomar decisiones sobre el aumento de los impuestos por el riesgo de fuga de las inversiones, y con la capacidad de endeudamiento limitada, están obligados a competir como si fueran empresas privadas, y someterse a las guerras sucias de los ámbitos financieros y al escrutinio de las agencias de calificación. Una situación que, sin duda, alimenta la diferencia (contra el objetivo Europeo de la convergencia).

Hace unos días, en el programa de televisión “Salvados”, Jordi Évole entrevistó al economista liberal Pedro Swartz. Ante un mostrador lleno de alimentos, Swartz dice: –“Imaginemos que esto fuese gratis porque lo pagamos con los impuestos. Me llevaría muchas cosas que no necesito”. Más tarde, tras poner en duda la necesidad del Estado, añade: –“Somos gente libre. Nosotros tenemos que ser responsables de nuestra vida, de la educación de los hijos, de la futura pensión, de la sanidad. Eso es lo digno, y no vivir de lo que nos den de limosna los otros”.


¿Dónde queda el concepto de la Justicia? De nada vale ser libres si no somos iguales. Y lo que propone este economista, además de injusto, incide en algunas de las razones que provocaron el fracaso de los sueños de igualdad de la era moderna. En el esquema de la familia, los hijos de padres ricos heredan fortunas. No da las mismas oportunidades nacer en Grecia que en Alemania (y ya no digamos en África o en Europa). Ni siquiera nacer en los barrios residenciales del norte o los arrabales de sur de las ciudades, o nacer gitano a payo, o nacer hombre o mujer... Una respuesta posmoderna sería: “Ya... pero así son las cosas”.

Y, aunque desde una óptica liberal se puede interpretar que lo público da derecho a barra libre, lo cierto es que, antes de acceder al mostrador de alimentos, la sociedad tendría que discutir (por ejemplo en un Parlamento) qué es lo que necesita cada uno y qué es lo que se debe y puede distribuir. A partir de ahí, el dependiente de la tienda sería un funcionario que, con el control de la sociedad, daría a cada uno de lo que correspondiera. Nadie puede tomar aquello a lo que no tiene derecho, y no tendrá derecho a nada que no necesite y que no le corresponda en justicia por sus aportaciones en forma de trabajo o por su participación en la propiedad colectiva de unos bienes comunes. La sanidad es necesaria, la educación es necesaria, los transportes son necesarios, las comunicaciones son necesarias, el agua es necesaria...

Otra discusión posmoderna, o hipermoderna por lo paradógica, se refiere a lo que se conoce como “la tragedia de los comunes”. Es decir, cómo gestionar aquello que es de todos pero que, si es de todos, no es de nadie. A esto podría referirse el “economista liberal” Swartz cuando habló del abuso. Según se puede interpretar de la “tragedia de los comunes”, si se da barra libre para la extracción de los recursos naturales éstos se agotarían, ya que todo el mundo pensaría: “si no lo cojo yo, vendrá otro y lo cogerá” o “si cojo este poco más de lo que me corresponde, ni se va a notar”. Eso sí, yo y el otro tendremos que disponer de las maquinas y la estructura necesaria para la extracción, es decir, tendríamos que ser ricos. Pero probablemente no se refería a eso, porque son los liberales los mayores opositores a la gestión sostenible de los recursos o de las emisiones contaminantes mediante el pago de cánones y el establecimiento de cuotas de explotación y de emisiones.


Espacio para los sueños

No debemos perder de vista que, como he dicho, la posmodernidad no es un metarrelato, no es una doctrina, no es un epistema, sino una delimitación arbitraria en el tiempo o en el espacio. Una era que habría empezado a mitad del siglo pasado en Estados Unidos y en Europa y que se encuentra en vigor en el tiempo y probablemente en expansión en el espacio. No admite juicios de valor, no estamos de acuerdo o en desacuerdo con ella, de la misma manera que no estamos de acuerdo o en desacuerdo con la Edad Media o con la Edad Moderna. En todo caso, se puede discutir sobre si efectivamente se puede hablar de un cambio de era, como hace Habermas, que considera que no es más que una prolongación de la modernidad. Y podemos estar de acuerdo o en desacuerdo con los discursos que se produzcan en ese tiempo y en ese espacio.

El Modernismo (a principios del siglo XX) se convierte en un movimiento artístico cuando la Era Moderna (según la catalogación anglosajona) llevaba vigente casi 500 años. En cambio, el Posmodernismo, como movimiento artístico, surge en los 80, en plena discusión sobre si se debe considerar o no que ha nacido la Posmodernidad como una nueva Era. Somos más impacientes.

Los recelos sobre el pasado y el futuro nos llevan a la impaciencia, y tal vez por eso hayamos querido calificar a la posmodernidad en función del pensamiento dominante e identificarla con el neoliberalismo. Pero conviene recordar que la Europa como unidad política y social en un estado de bienestar es un sueño posmoderno. El propio estado de bienestar en el que decrece la necesidad de trabajar y aumenta el ocio (cultura del ocio) es un sueño posmoderno. La participación y la deliberación son también objetivos que se amoldan, como veremos, al carácter reticular de la sociedad posmoderna.

Cito a Cornelius Castoriadis: “Algo es seguro: no va a ser corriendo detrás de lo que “se lleva” y “se dice”, ni castrando lo que pensamos y queremos, como vamos a aumentar nuestras posibilidades de libertad. No es lo que existe, sino lo que podría y debería existir, lo que necesita de nosotros”. (“Hecho y por hacer”. Cornelius Castoriadis).

He hablado del punto de inflexión política (el fin de la Guerra Fría o el cambio de las guerras por el mercado), del punto de inflexión filosófica (la formulación de la “condición posmoderna”) y del punto de inflexión económica (neoliberalismo, neoconservadurismo, sociedad postindustrial, capitalismo tardío, o como queramos llamarle), pero es importante también destacar otros momentos.

Para la ciencia, uno de esos momentos es la formulación del principio de indeterminación de Heisemberg y la introducción de la incertidumbre en el razonamiento científico, en torno a 1925. En 1963, Edward Lorentz presenta el conocido como “Atractor de Lorentz”, que racionaliza comportamientos caóticos en sistemas determinísticos. Podemos conocer las condiciones iniciales de un fenómeno pero, a medida que este fenómeno se desarrolla en un sistema variable, aún a pesar de que podemos conocer que las mismas causas provocan los mismos efectos, el efecto de la causa inicial es más difícil de predecir cuanto más avance el fenómeno en el tiempo. El aleteo de una mariposa que se puede convertir en un huracán.

Puede que, como decía Popper, el proceso científico no nos lleve a la verdad, pero sí nos permite prever la verdad más probable. La evidencia de la incertidumbre, la matemática de atractores, fractales y algoritmos y los ordenadores capaces de realizar millones de cálculos por segundo han revolucionado disciplinas como las ciencias sociales, la física microscópica, la astrofísica, la meteorología o la dinámica de poblaciones en biología. Podemos reducir las incertidumbres, conocerlas, y actuar en función de ellas.

Otra característica de la posmodernidad es, por lo tanto, la introducción de la ciencia en lo complejo, ya que hasta entonces se habían tenido que aplicar leyes generales en modelos ideales (geometría euclidiana o física newtoniana). Complejidades como la dinámica de los fluidos, de los grupos sociales, de las poblaciones vegetales y animales, de los fenómenos atmosféricos... El buscador Google parece en ocasiones que nos lee mágicamente el pensamiento para encontrar una aguja en un caótico pajar.

El otro momento al que quiero referirme es 1984. En enero fue presentado el primer ordenador Apple Macintosh. La importancia de ordenador es que fue capaz de traducir el complejo lenguaje de las máquinas informáticas a un entorno universalmente comprensible: la interface gráfica de usuario. La informática se puso al alcance de todos. La combinación de iconos y ventanas presentadas en un “escritorio” es, tal vez, el intento que más se ha acercado a la creación de un idioma universal.

Ese mismo año se habla por primera vez de la Web 2.0. Este concepto cambió por completo la comunicación de masas desarrollada en la modernidad: con la imprenta, con la radio y con la televisión. La pirámide de un emisor para muchos receptores, que hizo que el poder se concentrara en la cúspide (facultando el control de los medios) perdió su organización jerárquica (como en los rizomas de Deleuze y Guattari) para convertirse en una red de comunicación uno a uno, igual a igual, “peer to peer”; pero con la capacidad de que una información pueda llegar a todos. La audiencia ya no depende tanto del poder como de la creatividad, de la capacidad de sorprender, del interés.

El desarrollo en marcha de la Web 3.0 pretende configurar un “espacio de consumo” en la red (hiper-espacio) mediante la creación de bases de datos que hagan innecesario que tengamos en nuestros ordenadores programas de software, música, películas, libros, etc. De esta manera, estaremos obligados a comprar derechos de acceso a aquellos items de la base de datos (la nube) que queramos utilizar. Una muestra más de la potencia de recuperación del capitalismo.

La red es caótica pero, como hemos visto, caótico no significa aleatorio, ni indómito, ni impide la organización. Simplemente, es otra forma de organización. Eso si, más difícil de manipular, de corromper o de liderar.

En realidad, es la sociedad, el sistema de interacciones humanas, lo que es caótico. Ha sido la falta de medios de las sociedades primitivas lo que obligó a los sistemas de organización jerárquicos, y han sido las ansias de poder y de acumulación de riquezas las que han corrompido esos sistemas de organización.

Pero hoy es posible afrontar de otro modo los retos de la igualdad y de libertad; los retos de lo común que llevan a Zizek a hablar de “comunismo”; los retos de convivencia y de gestión de la vida pública en sociedad.

El capitalismo, por su capacidad de adaptación, lleva ventaja. Ha hecho suyos los conceptos de caos y libertad. Pero un caos y una libertad restringidos a unos pocos. Han creado una nueva clase formada por los que pueden ser libres y los tahúres de los caóticos mercados financieros.

Evidentemente, no somos iguales. Ni siquiera en la red “entre iguales”. Hay bloggeros que tienen cientos de miles de visitas, y otros una docena. El objetivo ha de ser el de igualar nuestras oportunidades, eliminar los prejuicios, proscribir las ansias de dominación.

Ante la posmodernidad, es necesario resucitar el grito del que fue uno de los más grandes pensadores de la modernidad, Immanuel Kant, que dijo: “Atrevámonos a pensar”. Porque “lo que podría o debería existir necesitan de nosotros” (Castoriadis).

Veamos lo que nos dice Habermas al plantear la “democracia deliberativa”, la confrontación de argumentos no manipulados por el poder a través de los medios de comunicación de masas. Releamos sin prejuicios a Marx, a Lenin, a Trotsky, a Rosa Luxemburgo, a Gramsci y, en general, a los perdedores de la Era Moderna (ya que estamos viendo a dónde nos han conducido los ganadores). Valoremos, también sin prejuicios, las revisiones y adaptaciones de los metarrelatos: a Badiou, a Negri, a Zizek, Rancière. Rompamos con la incredulidad en el pasado y la falta de confianza en el futuro.

Sólo desde esa óptica será posible recuperar el proyecto de una Europa realmente democrática y federal, con una identidad propia y como una realidad alternativa al neoliberalismo representado por los Estados Unidos.

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