Barbarie sin alternativa

La agonía bárbara de un hombre ensangrentado en los instantes anteriores y posteriores a la muerte forma parte de nuestra herencia cultural, de una tradición que ha exhibido esta imagen en las aulas de parvularios, en las maternidades de los hospitales, en las dependencias administrativas y en las cabeceras de las camas. Pero hemos interiorizado tanto esta representación de la ejecución de Jesús que ni siquiera nos hemos planteado el absurdo de dos personas que se aman bajo un crucifijo. Así, en ese escenario, probablemente hemos sido concebidos la mayor parte de los hijos de esta reserva espiritual de Occidente.

Tenemos una interminable capacidad de resiliencia, una habilidad para abstraernos de la empatía, que nos permite comer tranquilamente mientras la televisión reproduce escenas de sufrimiento ajeno. Soportamos la muerte de los demás, por muy queridos que sean y, en situaciones extremas, incluso nos acostumbramos a que se convierta en algo frecuente. Hasta somos capaces de racionalizarlo, como esos padres que, hasta hace no demasiados años, tenían muchos hijos sabiendo que, por pura estadística, algunos habrían de morir pero que, aún así, lo hacían porque eso disminuía el riesgo de que quedaran solos y desamparados en la vejez.

La modernidad nos trajo la Ilustración y el idealismo, el análisis de la razón, los conceptos de igualdad, libertad y fraternidad más allá de las amenazas esotéricas de las religiones. Unas ideas que empezaron a forjarse en el Renacimiento, con el humanismo y con la recuperación de las formas de civilización (griega y romana) previas a las invasiones bárbaras que originaron la (al menos icónicamente) irracional Edad Media.

En el siglo XX, las guerras, los fascismos y la consolidación hegemónica del liberalismo económico reflejaron la decadencia de la modernidad. La voces críticas, por lo general de inspiración hegeliana y marxista, trataron de advertir de las consecuencias de la sustitución de los valores por posturas exclusivamente teleológicas, como dando valor universal a la máxima maquiavélica de que “el fin justifica los medios” (cuando en realidad, solo los fines justos podrían justificar los medios imprescindibles para su logro.) De todas esas advertencias, fue la de Rosa Luxemburgo la formulada de una forma más clara: “socialismo o barbarie”. Fue esa, sin duda, la gran encrucijada del siglo.

La barbarie, frente a las idea de convivencia, civilización o progreso, es la actitud irracional, pasional y, por ello, egoísta, exenta de empatía. La libertad sin matices es barbarie.

¿Quién define el bienestar?
La idea que se consolidó de “estado de bienestar” fue precisamente esa en la que el bienestar significa la satisfacción, cuanto más inmediata mejor, de los deseos individuales. ¿Por qué no se planteó, por ejemplo, que bienestar desde un punto de vista racional sería garantizar la igualdad entre las personas (para lograr el fin racional de la convivencia pacífica), la pervivencia de los recursos naturales (para lograr el fin racional de la supervivencia como especie), o la “calidad de vida” (para lograr el fin racional de la reducción de la enfermedad y los sufrimientos)?.

El socialismo o, mejor, el comunismo, como idea de superación de la “guerra de clases”, de redistribución de las riquezas y de gestión racional de lo común (y en lo común se incluyen los recursos naturales), era, efectivamente, la antítesis de la barbarie.

La extensión del concepto de superación de las ideologías y el fracaso del “socialismo realmente existente”, presentado como una victoria del liberalismo representado por Estados Unidos, permite hoy que la barbarie campe a sus anchas. Una barbarie que es irracional para todos menos para el que la promueve. Según los cálculos del movimiento Occupy Wall Street, en la población mundial habría un uno por ciento de estrategas de la barbarie. Sinceramente, creo que son muchos menos.

Como producto en una estrategia de marketing, hay sólidos argumentos de venta para la barbarie: la libertad y la satisfacción inmediata de los deseos. Y la verdad es que, visto así, se ajusta bastante al tópico que conocemos del bárbaro que durante sus campañas de conquista entra en las casas de otros, come su comida y viola a las mujeres.

La iconografía del sufrimiento forma parte de nuestra tradición
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La semana pasada, la televisión nos mostró la imagen de un hombre capturado por una masa irracional que lo golpeaba, lo insultaba y, al final, lo mataba. Su cadáver aparecía rodeado de la simbología de la globalización: teléfonos móviles que grababan unas películas que, poco después, serían difundidas por las redes sociales. El hombre era otro bárbaro, Muamar al Gadafi, al que acostumbrábamos a ver rodeado de una guarda de mujeres vírgenes.

Hace algunos meses, pasó algo parecido con otro bárbaro, Bin Laden, ejecutado sin juicio y, por lo tanto, de una forma incivilizada y, también, bárbara. Y antes había sucedido con Sadam Hussein, cuya ejecución en la horca fue televisada en una ceremonia que recuerda a los ajusticiamientos en las plazas públicas.

Noam Chomski, en su libro “Estados canallas”, da una gran explicación para esta estrategia de la barbarie en la política exterior estadounidense (hoy política global). Sostiene que el Estado norteamericano se comporta de un modo irracional para mantener su reputación y, con ello, su dominación. Él lo compara con los matones de colegio, que si dejaran de comportarse de modo irracional dejarían de ser temidos (que a afectos prácticos, y desde el punto de vista del matón, es lo mismo que respetados). Como los atracadores que llegan al banco y acentúan el comportamiento errático e irracional de quien sufre el síndrome de abstinencia: “¡dame la pasta, que estoy muy loco!". Así logran su objetivo de un modo más eficaz.

Hoy mismo leo en el periódico que el Servicio de Salud de la Xunta de Galicia deja a las personas sin recursos y a los inmigrantes sin papeles sin atención primaria y les obligará a firmar un “compromiso de pago” cuando sean atendidos en urgencias. Aparte de la irracionalidad de que se comprometa al pago quien no tiene recursos (para eso que digan directamente que no les atienden), este caso paradógico extremo es un síntoma de todo lo que esta sucediendo con el pretexto de la crisis económica.

Los Estados, o cualquier tipo de Administración territorial, están, efectivamente, condenados a tomar decisiones de este tipo: eliminar o reducir las prestaciones sanitarias, la educación, las prestaciones sociales... Y todo es debido a la renuncia a la política frente a la barbarie. El dinero, ese fetiche con el que originariamente representamos el valor de las cosas, se ha independizado de las mercancías (entre las que están los trabajadores) y ha roto el cordón umbilical con quienes le dieron la vida, los Estados legitimados para emitir la moneda. La estrategia de la barbarie se diseña en este caso en los lugares en los que el dinero se acumula. Quien obliga a los Estados a recortar prestaciones a sus ciudadanos, e impide redistribuir una riqueza que en el origen es de todos, es precisamente quien acumula esa riqueza y tiene el dinero que el Estado no puede usar para gestionar racionalmente (es decir, con justicia) lo común.

Los estrategas de la barbarie económica se alimentan de actitudes tan irracionales como la de inflar una burbuja. Mientras el globo crece, vivimos la barbarie del estado de bienestar que ellos mismos definieron: libertad y satisfacción inmediata del deseo. Y, cuando el globo estalla, se sientan a esperar a que se nos pase el irracional berrinche.

Y, eliminado el escollo de los Estados y de ideologías como el comunismo, frente a esa barbarie no hay nada. No hay alternativa. (Según la visión lacaniana de Zizek, las sociedades saben lo que pasa, pero no saben que lo saben. A ver...).

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