Libertad sí, pero, ¿para quién? ¿para hacer qué?


Decía Aristóteles que todos los gobiernos sin excepción no son más que corrupciones de la constitución perfecta. Hoy sabemos que la corrupción será mayor cuanto más concentrado esté el proceso de toma de decisiones. Y, aunque la corrupción de las personas es la causa principal de las injusticias y de los fracasos de los sistemas políticos, al tratarse de una cualidad humana, no tiene por qué ser causa de deslegitimación, ni siquiera de condena.

Lo fácil a la hora de analizar, por ejemplo, los resultados electorales en Valencia, donde la sociedad no solo ha renovado, sino que ha ampliado su apoyo a un equipo de personas a todas luces corrupto, es culpar a esa sociedad por haber votado de esa manera.

Sin embargo, es necesario un análisis más profundo, que sin duda acabará cuestionando el propio sistema. He dicho antes, de una forma consciente, que la corrupción es, o, al menos, puede ser, una cualidad humana. Pero es un grave defecto político con efectos socialmente demoledores.

La explicación para justificar que la corrupción sea una cualidad humana la encontramos en un texto del siempre pesimista Cioran: “El fanático es incorruptible. Si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar por otra. En los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo”. ¿No es acaso un monstruo el íntegro Abraham al acceder a ofrecer a su propio hijo en sacrificio? ¿O no lo fue, acaso, Stalin, cuando dejó morir a su hijo Yakov, prisionero de guerra, al negarse a intercambiarlo por un alemán de mayor graduación?

Para una persona en su sano juicio, la corrupción es una ponderación entre las consideraciones morales y el precio. Y, efectivamente, sólo un loco, o un fanático, es incorruptible.
 
La solución que ya propuso en su día Aristóteles era la de un “término medio”: la Ley. No solo las leyes escritas, sino también, y muy especialmente, el derecho consuetudinario.

El camino que tomaron las democracias occidentales hacia un modelo liberal sedujo a las sociedades por su defensa a ultranza de las libertades individuales. Por una parte, ofrecieron el premio del bienestar para unas clases medias mayoritarias y, por la otra, la tranquilidad de una delegación en muy pocos para simplificar la toma de decisiones. La democracia solo nos “molesta” cada cuatro años para preguntarnos nuestras preferencias entre dos opciones, que no son más que dos caras de una misma moneda.

La corrupción es una consecuencia necesaria y, por lo tanto, inevitable, de un sistema de estas características. Pero la corrupción no tiene que ver con la libertad, sino con la igualdad. El contrato social nos debe proteger de las desigualdades que provocan las actitudes corruptas. En un sistema justo, cualquier desigualdad sería la consecuencia de algún tipo de corrupción y, por lo tanto, estaría fuera de la legalidad.

Stalin fue un monstruo al dejar morir a su hijo. Pero, si en lugar de haber sido una decisión personal hubiese sido una decisión de la unidad política, en este caso la confederación de estados (seguramente los apologistas de Stalin dirán que así fue), sería justa: ¿por qué habría de salvarse el hijo del líder y no el de cualquier otro ciudadano?

Las decisiones, por lo tanto, para ser justas, no deben recaer en personas o en grupos de personas, sino en la colectividad. Cuanto mayor y más impersonal, menos corruptible.

La búsqueda de un modelo democrático de toma de decisiones descentralizado y auto-organizado, que evite la jerarquización y la concentración de poder, se encuentra en una fase muy avanzada desde el punto de vista teórico. Algunos de los más lúcidos pensadores actuales dedican a ello la mayor parte de su tiempo. Son debates que, lamentablemente, apenas traspasan los muros de las universidades para aparecer formalmente en movimientos sociales que rápidamente son neutralizados bajo la acusación de anti-sistema.

Y, aún a pesar de esa formalidad en la protesta y ausencia de profundización en el planteamiento de soluciones, merece la pena, por ejemplo, consultar en la hemeroteca las previsiones que hace apenas unos años hacían los miembros de Attac y que se cumplieron al pie de la letra en la crisis de 2008.

El precio de la libertad de la minoría de privilegiados que formamos parte de las clases medias de los países ricos ha sido demasiado alto. No solo por sus consecuencias sociales y económicas sino por lo que han supuesto de consolidación de un sistema que, con la aparición de una crisis, cierra filas en torno a si mismo, se adapta y garantiza su perpetuación liberal pero socialmente injusta.

Amamos la libertad, pero ¿qué libertad?. O, citando a Lenin, “libertad, sí, pero ¿para quién?, ¿para hacer qué?

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