La seducción del caos (II)

El orden convencional fue en su momento una necesidad impuesta por limitaciones en la técnica y en el conocimiento, un ejercicio de síntesis para explicar el mundo y lo que sucede desde la simplicidad de una fórmula o una relación causa-efecto. Para la organización de las personas, esta simplificación fue frecuentemente impuesta por la fuerza: el jefe de un clan o de una tribu, el rey, el señor feudal, el dictador. La aplicación del orden al contrato social únicamente podía hacerse mediante la delegación de la toma de decisiones colectivas y, muchas veces también, íntimas. De la misma manera que la geometría euclidiana trataba de reducir el espacio a formas ideales, como círculos, esferas, polígonos o poliedros, la necesidad de las sociedades de tomar decisiones se redujo a los líderes o dirigentes, independiemente del contrato que los legitimara: una imposición forzosa: regímenes y dictaduras militares; o un sistema de delegación legitimada por grupos más o menos grandes: dictaduras civiles oligárquicas (donde el gobierno es designado por minorías) o democracias (donde el gobierno es designado por mayorías).

Pero la necesidad de simplificar, que viene impuesta por las circunstancias, no convierte a la organización de un sistema en más eficaz ni en más justo. Tomo un ejemplo de Escohotado: en el ejército, la concentración de la toma de decisiones en una sola persona, por ejemplo un sargento, no lleva a la tropa a elegir el mejor camino, sino el más sencillo de expresar con órdenes simples. Imaginemos a una tropa en un punto determinado de un gran aparcamiento. El objetivo es alcanzar otro punto situado en el otro extremo. El sargento va diciendo; de frente, media vuelta, variación derecha, variación izquierda, paso ligero, etc.. Cualquier grupo de personas situado en el mismo punto de partida y sin la necesidad de actuar de una forma ordenada alcanzaría el objetivo de una forma mucho más rápida. El caos ha sido más eficaz que el orden.

Las cuestión que quedaría por resolver es la de saber cuál es el objetivo y si realmente queremos, o necesitamos, llegar allí.

El ejemplo emblemático de la teoría del caos es la meteorología. De hecho ha sido un meteorólogo, Edward Lorenz, uno de los principales padres de las formulaciones del caos. Frente al principio tradicional de que las mismas causas causan los mismos efectos, la experiencia nos muestra que pequeñas variaciones en el origen de un proceso pueden causar grandes modificaciones en su resultado. Es lo que se ha explicado de una forma simple como el “efecto mariposa”. Los técnicos saben que la predicción del tiempo atmosférico tiene un límite en el tiempo y que la fiabilidad guarda una relación inversa con el lapso que transcurre entre la predicción y lo que se trata de predecir. Pueden surgir pequeñas causan que provoquen grandes modificaciones, o puede haber causas no previstas cuyos efectos todavía no son sensibles.

Sin embargo, es sorprendente el grado de acierto que tienen a  corto y medio plazo muchos de los servicios meteorológicos que se ofrecen por internet. La principal causa es que los adelantos tecnológicos permiten evitar cada vez más las simplificaciones y analizar cada vez más variables. Los cálculos de los super-ordenadores son los que han permitido esos avances. Los científicos ya no tienen que trabajar, como sucedía hasta ahora, con el conocimiento que entraba en sus cabezas y unos cuantos libros acumulados en unas estanterías; y con un lápiz, un papel o, como mucho, una calculadora, como herramientas de cálculo. Ya no tienen necesidad de simplificar para alcanzar resultados fiables. Eso sí, han renunciado a la certidumbre y han tenido que añadir las variables de incertidumbre en sus cálculos. Ahora, los científicos hablan de probabilidades. Cuantas más, mejor. Si en un servidor de meteorología leemos que hay una probabilidad de lluvia de un 80 por ciento, es mejor que saquemos el paraguas.

La ruptura de las cadenas que constreñían a la ciencia a causa de esa necesidad de simplificar es un hecho asumido hoy por todos los científicos. La posibilidad de trabajar y hacer análisis en red y de hacer millones de cálculos por minuto ha acabado con las certidumbres pero, a cambio, ha permitido avanzar en el conocimiento.

Sin embargo, en los ámbitos del saber relacionados con el comportamiento humano y sobre todo, con la convivencia, los encargados de tomar las decisiones prefieren mantenerse en la era de las cavernas. La política no ha aprovechado en absoluto las posibilidades de la red. Y ha sido por puro instinto de supervivencia de los políticos y de los grupos de poder. Estos últimos, además, llevan tiempo viviendo de las posibilidades de éxito que ofrecen las incertidumbres y el caos. Ese es el fundamento del funcionamiento de los mercados. Si fueran absolutamente predecibles, nadie ganaría porque todos tratarían de invertir a ganador. De ahí el valor del riesgo.

Los griegos ya se plantearon el dilema de cómo decidir quién debe ostentar la delegación de la capacidad de toma de decisiones. Uno de los sistemas adoptados fue el sorteo. Totalmente justo y legítimo. Si todos somos iguales y tenemos las mismas responsabilidades, debemos también tener el mismo riesgo de tener que dedicar momentos de nuestras vidas a la cosa pública. Y digo riesgo y no oportunidad. Porque imaginemos que el sistema de decidir quién ha de ser el alcalde de una población fuera el mismo que el que adoptamos en una comunidad de propietarios. Nadie quiere ser el presidente, a no ser que tenga un verdadero interés y vocación de servicio en favor del bien común. Sucede en muchos pueblos pequeños, donde la población se tiene que poner de acuerdo para convencer a alguien para que se presente a las elecciones.

¿Por qué, entonces, hay piñas en los procesos electorales? Porque desde que se hizo necesario el proceso de simplificación y que una persona o un grupo reducido tuvieran la legitimidad para tomar las decisiones, los posibles beneficiados por esas decisiones se han dedicado a utilizar todo tipo de herramientas de persuasión sobre esas personas o esos grupos reducidos: desde la simple adulación hasta el cohecho. De ahí que la corrupción esté presente en todos los regímenes, incluidas las democracias, donde es considerada “un problema” y no una característica inherente al sistema.

Y es también la corrupción la explicación de por qué no se ha abierto la política a las oportunidades de responsabilización de los individuos en los procesos de toma de decisiones que ofrece la tecnología y la organización caótica en red.

En realidad, el gobierno de los políticos puede no ser tan necesario como nos parece. Las piñas entre nacionalismos en Bélgica, por ejemplo, han provocado que el país lleve sin gobierno desde abril del año pasado. Y durante todo este tiempo el Estado no ha dejado de funcionar. Y algo similar pasó en Holanda. El caso es que Bélgica, el corazón de la Europa democrática, lleva casi un año sin gobierno, pero el tranvía sigue atravesando Bruselas, funcionan los aeropuertos, los trenes, las carreteras, la policía... Y la vida sigue. Los belgas, incluso se lo toman con sentido del humor (“Huelga de sexo hasta que Bélgica tenga gobierno”).

Eso nos lleva a que lo realmente necesario es un sistema de eficaz de administración. Funcionarios diligentes, que trabajan para la comunidad, no necesariamente por verdadero interés y vocación de servicio, sino como un medio de ganarse la vida. De entre los tres poderes del Estado, uno, el de la Justicia, está formado por funcionarios de carrera que acceden a los puestos de responsabilidad a través de un sistema de méritos establecido por el pueblo. O así sería si realmente la democracia expresara la voluntad popular.

La última encuesta del CIS refleja que el 80 por ciento de los ciudadanos expresa tener poca o muy poca confianza en los líderes del PSOE y del PP. ¿Dónde está la democracia? La única posibilidad real de participación consiste en expresar una opinión cada cuatro años para decidir entre dos alternativas de las que desconfía la inmensa mayoría.

Dejaré todavía para otra entrada mi opinión sobre el fenómeno Wikileaks. Pero, sin embargo, sí me referiré ahora a Anonymous. Este movimiento, en principio sin líderes y con pocas posibilidades de ser manipulado, nació como un objetivo: desentrañar el carácter sectario de la Iglesia de la Cienciología. Posteriormente planteó otro, relacionado con la libertad de expresión, en el que se enmarcan las campañas sobre wikyleaks y sobre los  abusos en la propiedad intelectual. Alguien, un individuo, o un grupo plantea el asunto y propone una acción. Si no hay un interés razonable, la acción fracasará. Pero si el tema interesa, cada individuo que accede a las redes dispone de la posibilidad de apretar el botón que activa un software que colapsa un sitio web.

Independientemente de la herramienta, que puede ser otra, y de los objetivos concretos de estas campañas, este sistema caótico muestra que es posible invertir el proceso de toma de decisiones. Cualquier sistema político se basa en un esquema “de arriba a abajo”. Arriba se propone y, en todo caso, abajo se vota. Sin embargo, la red permite que las propuestas de las minorías (silenciadas por la democracia) o incluso de los individuos (hay muchos genios carente de vanidad que viven en la sombra) puedan ser aprovechados por las sociedades si resultan convenientes, beneficiosas o razonables.

Los cambios en Túnez y Egipto no se entenderían sin el uso de la red. En una de las pocas intervenciones de Mubarak durante las protestas, el presidente dijo que los egipcios que se necesita liderazgo para elegir entre el orden (dijo la estabilidad) y el caos. Y el pueblo egipcio asumió ese papel (que Mubarak atribuía al liderazgo) para elegir el caos.

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