Orden, poder y autoridad

La complejidad y el esoterismo suelen ser armas de la tiranía, y no sólo el “opio del pueblo”, que diría Marx. Así ha sido, a lo largo de la Historia, el uso de la autoridad al servicio del poder. Un ejemplo sería el de aquellos médicos, depositarios de la autoridad que les confieren los secretos que pueden garantizarnos la salud, vivir en lugar de morir, en sus partidas de cartas en el casino con el farmacéutico, el alcalde, el cura, el guardia civil, el cacique y, a veces, el maestro de la escuela. Las “fuerzas vivas”. El poder. Y de su parte, siempre, el orden.

Este tópico, que describía esa relación entre autoridad y poder en las sociedades rurales de España durante décadas, explica también, si lo multiplicamos por un millón, la misma confusión entre ambos conceptos que califica el sistema en el que hoy vive una buena parte de la humanidad. Nuestro sistema de “orden” que oculta al poder tras el parapeto de la autoridad.

Es, en realidad, bastante simple: primero fue el miedo a la muerte y, hoy también, el miedo a la infelicidad. La autoridad del médico y el farmacéutico se basa en sus conocimiento, y su poder se basa en el miedo al dolor y a la muerte del cuerpo; la autoridad del cura se basa en las estrategias de comunicación, en el uso de la palabra, y su poder en el miedo a lo que sucederá con nuestra alma después de la muerte; la autoridad del cacique, como la del alcalde, se basa en el apoyo más o menos coercitivo de la gente, y su poder en el miedo al hambre o a la ausencia de bienestar. El maestro, por lo general, tenía más autoridad que poder, y el guardia civil más poder que autoridad.

Hoy, nuestros miedos siguen siendo básicamente los mismos, aunque las estructuras de poder se han hecho más complejas y globales. Y todas se concentran en la economía y en la iglesia. La una para la vida terrenal (salud, alimento y bienestar), y la otra para la vida eterna (el cielo o el infierno). En términos freudianos, quedaría el sexo como único reducto íntimo, aunque, desgraciadamente, a veces no esté separado de las relaciones de poder.

La autoridad económica, al servicio del poder económico, se empeña en hacer aparecer esta disciplina como algo muy complicado y lleno de variables. Cuanto más difícil sea de entender, más fácil será manipular las percepciones. Dios, con todos sus nombres, uno y trino, e indudablemente difícil de entender, ha servido y sirve para justificar algunas de las mayores atrocidades que se han cometido en la Historia de la humanidad. Y algo parecido pasa con la economía.

También aquí hay sacerdotes con autoridad para interpretar sus misterios, como las agencias de calificación, que hoy pueden dar la máxima nota a unas inversiones que mañana se convierten en basura. Y su autoridad permanece intacta, hasta el punto de que las víctimas de sus errores, en este caso las sociedades sumidas en la crisis, representadas por los Estados, tienen que someter al criterio de estas mismas agencias su credibilidad y solvencia. Es así, aunque sea difícil de entender. Más o menos lo que sucedió con los dogmas de la Iglesia Católica, que fueron apareciendo y renovándose a lo largo de la Historia en función de las necesidades de la propia Iglesia.

El conocimiento no corrompido por el poder basa se credibilidad en principios, que no en dogmas. El cuerpo sumergido en un fluido sigue siendo empujado hoy por la misma fuerza que cuando Arquímedes hizo su descubrimiento hace más de dos mil años. Y las manzanas siguen cayendo de los árboles, como lo han hecho antes, durante, y después de Newton.

Estos son los criterios de la autoridad. Luego está el sentido común, que podría definirse como una autoridad compartida. Y, para cuestiones como la economía o la política, han de valer la autoridad, el sentido común, pero también la discusión y la confrontación (queramos o no llamarlo dialéctica) para el bien común. Pero mientras la política ha de mantener las formas, para poder seguir llamándose democracia, en la economía el poder es ejercido por encima de la autoridad, del sentido común y del bien común. En ningún caso se afronta desde la óptica del bienestar social, sino desde el punto de vista de la rentabilidad y su concentración.

Han sido varias las razones que me han llevado a escribir esta reflexión. Las últimas estimaciones sobre la salida de la crisis económica se centran en datos como el Producto Interior Bruto, que crece a ritmos elevadísimos durante décadas, y baja algunas décimas durante un par de años. Esa es la crisis económica. Esa es la recesión cuyas consecuencias para la sociedad son muchísimo más lesivas que lo que el sentido común indicaría en un análisis evidente de los datos. Entre 2000 y 2007, la evolución del PIB en positivo en España sumó un 28,4 por ciento. En 2008 y 2009, la evolución negativa del PIB fue de -3,7 por ciento. Es decir, que entre 2000 y 2009 (segun datos del INE), la suma de las variaciones anuales del PIB fue del 24,7 por ciento.

Esta evolución no se ha reflejado, ni mucho que menos, en la evolución de los salarios y, además, a día de hoy hay que tener en cuenta un elevado índice de paro. Si los trabajadores recibieran los resultados de la evolución de la economía, las personas que en 2000 ganaban 1.000 euros al mes tendrían que estar ganando hoy unos 1.250 euros. Además, el paro ha crecido un 6 por ciento desde entonces hasta alcanzar el 20 por ciento de la población activa.

Para los sacerdotes de la economía, el paro es también un índice de la economía, y la flexibilización del mercado laboral es una clave para su recuperación.

Lo que dice el sentido común es que aquí, mientras se ganaba, los incrementos de las ganancias no se destinaban proporcionalmente a pagar el rendimiento del trabajo. Y, sin embargo, ahora que se pierde un poco, las consecuencias las tienen que asumir los que han tenido que dejar de trabajar o los que se tienen que resignar con ganar menos en un mercado de trabajo más flexible.

No puedo aceptar que el índice de paro sea también un índice de la crisis económica. En todo caso puede indicar una mala repartición del volumen de trabajo que necesita la economía productiva. La lógica de los principios, que no la de los dogmas, dice que 100 entre 50 es lo mismo que 100 entre 48 más 2 y que 100 entre 25 más 25. Es decir, que el trabajo es el que es, y los trabajadores son los que son. En una economía social, que tiene en cuenta a los trabajadores, los descensos en la necesidad de trabajo se compensan con prestaciones. Ya, pero ¿de dónde salen esas prestaciones? Pues tendrán que salir del lugar donde se encuentren los beneficios de una economía que entre 2000 y 2009 creció casi un 30 por ciento.

Eso, supongo, es lo que se quiso decir cuando se anunció que habría que subir los impuestos a los grandes patrimonios. Esos contenedores que parecen tener una válvula que deja entrar el dinero, pero no lo deja salir. Los contenedores del poder que se empeñan en utilizar a la autoridad para decirnos que ese dinero ha desaparecido, o que nunca existió, que era una burbuja incorpórea que, a diferencia del espíritu santo, ni siquiera se ha materializado en una paloma. Que el dogma ha cambiado y que el ladrillo en el que antes creíamos tan firmemente como en el hecho indudable de que la tierra era el centro del Universo, resulta que ha dejado de ser verdad porque el centro del universo es el Sol, o el agujero negro de la Vía Láctea, o ¿quién sabe?

El orden reina en Barcelona
Fueron, como dije, varias las razones que me llevaron a escribir ésto. El orden como garantía de mantenimiento de esta gran mentira. El orden al que criticó Rosa Luxemburgo la noche antes de morir, al que el poder ha de recurrir periódicamente cuando no logra sus objetivos con la autoridad. El orden que reinó en Berlín, en París, en Varsovia... El orden que recupera el bautismo, el orden voluntario de los que cumplen con los diez mandamientos o el orden impuesto por la santa inquisición, el mismo orden que hoy garantiza el sometimiento a ese modelo de economía y que sostienen en gran medida, además de la política y la policía, los medios de comunicación.

En el origen de la actual crisis económica nadie dudó de que nos enfrentábamos a un problema relacionado con el sistema, con el modelo económico vigente. Fueron las caídas de la banca, como la Lehman Brothers, o la inconsistencia de los productos especulativos, como los créditos subprime, las que sembraron los yermos en los que hoy se resisten a aparecer los brotes verdes. Fue un fallo garrafal del sistema el que tumbó la economía mundial. El sistema falló.

El día de la huelga general, los periódicos se empeñaron en describir los sucesos de Barcelona como hechos aislados provocados por grupos anti-sistema que nada tenían que ver con la convocatoria de la huelga. Sin querer hacer una valoración moral sobre lo sucedido, ¿cómo se puede decir que en una huelga por una crisis provocada por un fallo general del sistema, los grupos anti-sistema no tienen nada que ver? Sólo es una muestra más de la ceguera en la que estamos sumidos.

Los grupos anti-sistema que en su día se reunieron en torno a movimiento como ATTAC anunciaron lo que iba a suceder. Y sus previsiones, que a la vista de los resultados no eran nada dogmáticas, se cumplieron totalmente. Leer hoy los artículos que los anti-sistema publicaban a principios de la primera década del siglo XXI (como este) pone los pelos de punta. Gritaron hasta desgañitarse para advertir de las consecuencias que tendrían, entre otras muchas medidas, haber roto las compuertas que Roosevelt tuvo que poner al liberalismo para arreglar el desastre de 1929. Algunos, como Carlo Giuliani, pagaron con su vida.

Las protestas de los grupos anti-sistema tienen que ver con la crisis del sistema. Claro que sí. Independientemente de la valoración que hagamos de sus métodos o de lo mucho que le haya dolido a Newton la manzana que le cayó sobre la cabeza. Y no verlo porque nos tapamos los ojos con la venda del orden y la autoridad es un error.

La batalla de Los Angeles
Mi tercera fuente de inspiración para esta reflexión (ya demasiado larga) sobre la autoridad y el poder ha sido la película “El Solista”, que narra un caso real en el que un periodista del Los Angeles Times escribe la historia de un músico convertido en indigente. Al final, una cámara nos muestra el horror de las calles de esta ciudad en las que cientos de personas se hacinan entra ratas y pipas de crack. Una voz en off va contando que 90.000 personas viven allí en estas condiciones. El censo del Servicio de Indigentes de la Ciudad de Los Angeles habla de 73.702 personas. En cualquier caso, una barbaridad. Si un segundo solo de las imágenes cotidianas mostradas hubiese sido grabada en un instante en Cuba, ocuparía las portadas de los periódicos de todo el mundo. Esa es la venda que nos impide ver la realidad, atada con dogmas y autoridad moral y económica.



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