Mamá Telefónica nos pone canguro

Fueron tal vez los nazis los primeros en aplicar de forma consciente la denominada “teoría de la bala”, o de la "aguja hipodérmica" que buscaba influir en los comportamientos de los individuos mediante un uso unidireccional de los medios de comunicación. A pesar del éxito que con frecuencia se atribuye a la comunicación encarnada por el infausto Goebbels, lo cierto es que lo que verdaderamente se impuso sobre las voluntades fueron las amenazas y la violencia.

La amenaza es un ejercicio burdo de poder que, en principio, nada tiene que ver con las sutilezas de la sibilina manipulación. El problema viene cuando el poder y la capacidad de manipular recaen en las mismas manos.

En un modelo democrático se presupone un control sobre el poder, que se materializa en la capacidad de las personas para cambiar a los encargados de gestionar ese poder, que ejercen por delegación. En ese contexto se aceptó que la difusión de informaciones por medios masivos pudiera estar en manos privadas. La comunicación de masas es un derecho fundamental y un servicio que, como las cantinas de hospitales y universidades o la limpieza de las ciudades, puede ser prestado por una concesionaria. Eso sí, bajo un control estricto para que prevalezca ese derecho fundamental de las personas que, en el caso de España, se explicita en el artículo 20 de la Constitución. Tanto el poder como la comunicación, situados en la parte alta y estrecha de un esquema vertical de organización, se habían de ejercer por delegación de aquellos que ocupan la parte baja y ancha, el pueblo, cuya capacidad de decisión se refleja en el voto.

La transformación de aquel modelo democrático imperfecto en el modelo de democracia liberal que hoy nos domina hizo que, como sucedió en el resto de los ámbitos sociales, la libertad de los poderosos se impusiera sobre la libertad de los ciudadanos. Es decir, la libertad de informar se impuso sobre el derecho a ser informado. Para difundir informaciones con posibilidades de éxito era necesario disponer de un medio de masas, y su creación y mantenimiento implicaba ingentes inversiones solo al alcance de los poderosos. Unos poderosos que, también a golpe de talonario, aumentaron su capacidad de influencia sobre los políticos. La capacidad real de decisión del pueblo a través del voto se fue al garete.

Mientras que las relaciones de sometimiento entre el verdadero poder y la política permanecen invariables, en el ámbito de la comunicación sí se ha producido un cambio radical. El propio concepto de comunicación de masas está en entredicho. Las masas tienden a desaparecer. Son los individuos los que, entre iguales, intercambian archivos de música, vivencias en los blogs o en las redes sociales, diversión o información. Hoy, la capacidad real de decisión del pueblo se refleja en su participación en la red.

Es necesario que los modelos de convivencia (la política) se adapten a esta nueva situación porque de lo contrario se abrirán ante nosotros peligros similares a los que se cernieron sobre el mundo cuando los nazis ensayaron la “teoría de la bala” a través de la combinación de las burdas amenazas y la violencia del poder con las posibilidades de manipulación a través de la comunicación.

El ejemplo más claro y cercano es el de Telefónica (hoy Movistar) en España. La privatización del servicio prestado por esta empresa, por el momento en el que se produjo, le abrió las puertas a un poder casi absoluto, que no duda en ejercer con amenazas (como la de cortar un servicio fundamental en caso de dudas sobre el cumplimiento de las obligaciones contractuales sin la mediación de la Justicia).

Internet no es un medio de comunicación sino un entorno en el que, entre otros contenidos, fluye la comunicación. Es como el aire. Algo que no debe ser privatizado. Otra cosa son los diferentes productos, servicios o programas que se desarrollen en ese entorno.

Imaginemos una actuación de una concesionaria de obras públicas en una ciudad: la construcción de un barrio, con sus viviendas, calles e infraestructuras, y su mantenimiento. En las calles se instalan comercios, con sus rótulos y escaparates. La gente habla y pasea. Pero, antes de hacerlo, los comerciantes deben pedir permiso a la concesionaria de la obra para poder instalar esos comercio, rótulos y escaparates y las personas han de hacerlo para hablar y pasear. Un buen día, a una persona que camina por una de esas calles le ponen una venda en los ojos cada vez que pasa por delante de determinados comercios y trata de hablar con determinadas personas. Es un agente de la empresa concesionaria, que también le dice, “bueno, si usted me lo pide, no le pongo la venda y a partir de ahora no le cobro por este servicio”.

La situación es ridícula, pero es más o menos lo que me pasó este fin de semana con Telefónica. El sábado, mientras buscaba en Google documentación sobre grupos anarquistas, el acceso a una página me fue vetado con un mensaje en el que se me informaba que “Canguro Net” había considerado inapropiado aquel contenido. Me informé sobre lo que estaba sucediendo y resultó que el tal “Canguro Net” era un servicio de pago que Telefónica incluyó en nuestro contrato sin habérselo solicitado. Después de algo más de una hora de investigación fui capaz de anular el filtro que me habían impuesto. Al día siguiente intenté que la empresa me diera de baja, algo que creo haber logrado después de numerosas llamadas y mucho, muchísimo tiempo. De todas formas me han dicho que debo comprobarlo en el próximo recibo.

Como en el caso de la venda en los ojos, tengo la sensación de haber sido objeto de un atentado grave y, sobre todo, tengo una sensación de preocupación. Los señores dueños de esa empresa, sobre los que no tengo ninguna capacidad de decisión, tienen en sus manos los derechos que se me reconocen en la Constitución y pueden dármelos y quitármelos a su capricho. Ellos lo hacen y eres tú el que tienes que moverte para recuperarlos. De nuevo, son los poderosos los depositarios de un derecho pensado inicialmente para la protección de las personas: son inocentes mientras no se demuestra lo contrario. Y es el pueblo el encargado de gastar su tiempo y su dinero en hacer las demostraciones.

La red es un entorno, como lo son las calles de nuestras ciudades, donde hablamos, nos relacionamos, intercambiamos cosas, compramos o nos divertimos. Lo que nos permite la tecnología es romper con las limitaciones del espacio físico y abrirnos las puertas de un espacio virtual. Pero los proveedores de la tecnología no deben tener ningún poder sobre las relaciones, las conversaciones, los intercambios, los negocios o la diversión, de la misma manera que el proveedor de obras públicas no lo tienen sobre lo que las personas hacen en las calles que han construido y que se encargan de mantener.

Está claro que el modelo liberal implica la asunción por parte de los poderosos de los derechos de libertad que corresponden a aquellos que han sido víctimas del poder. ¿O acaso Aznar no puede beber vino cuando quiera?; o llevar armas, o privatizar Telefónica. Eso deberían preguntárselo al que conducía el otro coche, al que recibió el balazo o al que, como yo este fin de semana, sufrió la violencia de una censura inexplicable y de un intento de estafa.

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