La rentabilidad del odio perpetuo. Cuando vencer significa dejar de ganar.

La guerra ha terminado. No ahora, a final de mes, cuando las tropas de Estados Unidos abandonen Irak. La guerra terminó mucho antes. Por poner una fecha, la guerra podría haber terminado en el momento en el que cayó el Muro de Berlín, o una década más tarde en Kosovo. La guerra como fórmula de sometimiento entre grupos humanos tal vez perdió su sentido en Vietnam, cuando el poderoso, el que tenía que vencer, también fue derrotado.

El objetivo de la guerra era vencer, y la victoria de unos y la derrota de otros señalaba el final. Pero en el mundo de los negocios, final no es una buena palabra. Lo que ha venido después de la guerra ha sido la rentabilidad del odio, sin vencedores ni vencidos, un odio abstracto, etéreo; un odio difuso y maleable; un odio perpetuo.  Abstracto sin pudor porque, de hecho, los propios inventores del concepto lo bautizaron como la “guerra contra el terror”; etéreo porque enfrenta a enemigos invisibles; difuso porque no hay campos de batalla; maleable porque se puede adaptar a las circunstancias mediante el abuso del poder de la comunicación e independientemente de la verdad, y perpetuo porque ese es el modo de seguir facturando.

Los teóricos de la estrategia militar la llaman guerra asimétrica, o de cuarta generación, pero el verdadero significado está en los datos: en Irak han muerto menos de 5.000 soldados de Estados Unidos y entre 97.000 y 106.000 civiles, según los datos del prestigioso “Iraq Body Count”. Cuando empezó la guerra no había armas de destrucción masiva en Irak ni estaba Al Queda dentro de sus fronteras.

La próxima salida al mercado de la versión más reciente del clásico video-juego de guerra “Medal of Honor” ha causado una notable polémica porque permite al jugador adoptar el papel de talibán y matar a soldados aliados (noticia). Sin entrar en consideraciones éticas, se trata de un fiel reflejo de la paradoja que nos caracteriza. No soy aficionado a este tipo de juegos, pero imagino que, una vez que se adopta un rol, lo que realmente importa es cumplir objetivos. Y, para ello, seremos más rentables cuanto más capaces seamos de odiar al enemigo. Sea el que sea.

Cuando Estados Unidos invirtió en la preparación y en la dotación de los talibán en Afganistán para enfrentarse con el invasor soviético, el joystick de los insurgentes era manejado desde Washington. Pero, como sabemos, Washington no es más que otro campo de batalla virtual manejado desde Wall Street o donde sea que operen los especuladores. Y el objetivo en este campo de batalla no es vencer sino ganar. Y el final de una guerra significa vencer, pero también significa dejar de ganar. Y por eso me temo que esa palanca de mando nunca ha cambiado de manos. El juego tiene que seguir.

El invento del concepto de “guerra contra el terror” permite mantener esa estrategia de perpetuación del odio, de legitimación de la ilegalidad. La guerra asimétrica atribuye a un bando la ausencia absoluta de ética como única arma para contrarrestar la superioridad del otro bando. Es la teoría de los estados canallas que tan brillantemente describe Noam Chomsky (Paidós). Frente a esos estados canallas, como concepto propagandístico, que financian el terrorismo internacional, se justifica la actitud de “matón de colegio” que Chomsky atribuye a los Estados Unidos (extensible a la OTAN). El “matón de colegio” tiene una reputación que defender, una reputación basada en la capacidad de reacción irracional, por encima de cualquier norma, por encima de cualquier autorización. Y es así como se pueden pasar por alto las resoluciones de las Naciones Unidas o mantener un campo de concentración en Guantánamo sin necesidad de participación del sistema judicial. Es la manera de mantener la credibilidad, lo que da consistencia política a esta forma de conflicto.

El odio es irracional, de la misma manera que es irracional el liberalismo económico que lo rentabiliza (para ganar) y el sistema político que lo justifica (para mantener una reputación y credibilidad). El odio es parcial, porque nos sitúa en un bando. Somos libres de elegir el rol que queramos en el videojuego mientras que la empresa que lo comercializa siga facturando.

Las sociedades modernas se caracterizaron por la aceptación, o por la imposición, de unas normas de convivencia plasmadas en las leyes. Las leyes fueron también herramientas para el dominio y sometimiento, como hoy lo es el odio. Pero el camino de la lógica y de la democratización del conocimiento y la información lleva a que, en su evolución, las leyes sean más eficaces cuanto más aceptadas y cuanto menos impuestas. Este camino nos llevaría al sentido común, entendido como el lugar de encuentro de los sentimientos individuales compartidos. Nos llevaría a la Justicia.

La Justicia como fin es racional, es imparcial. Si se buscara la eficacia en lugar de la rentabilidad, vencer en lugar de ganar, el final del conflicto en lugar de su perpetuación, la Justicia sería el único camino y las armas, innecesarias.

Pero la Justicia no es rentable en términos de liberalismo económico porque para que unos ganen, otros tienen que perder. En eso consiste la competitividad. Cuando dos o más compiten es que se empeñan en una misma cosa. Una misma cosa que la Justicia les haría compartir.

Cuando el liberalismo económico se convierte en sistema político, desde la época de Reagan y Thatcher, la Justicia pierde sentido. El “prohibido prohibir” que se gritó de forma tan idealista en el Mayo del 68 está hoy en boca de los políticos más conservadores (noticia). Y es así porque, formalmente y por el camino de la lógica y la democratización del conocimiento, la tendencia en la capacidad de prohibir avanzaría hacia ese sentido común que radica en los individuos, en todos y cada uno, como fórmula para la convivencia pacífica. En ese “prohibido prohibir” se esconde un “prohibido que la soberanía popular prohíba”, o un “prohibido legislar” o, más allá, un “prohibido convivir pacíficamente”. En ese “prohibido prohibir” se esconde un “permitido competir”, un “permitido odiar”. ¿O no es libre Aznar de lucir su piromanía en Melilla?.

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