No dejemos entrar al veneno en las redes
La paradoja es una de las cualidades que identifican a las sociedades actuales. O, mejor, es la consciencia de la paradoja lo que nos califica. Hemos aprendido a tolerar la paradoja, aunque no la hayamos comprendido. Porque, en realidad, siempre ha estado ahí. Vivimos con la certeza absoluta de que moriremos, y aún así vivimos. Esa es, probablemente, la paradoja fundamental y, a partir de ahí, todo lo que hacemos y sentimos está condicionado por ella.
Paradoja es un antónimo de verdad aunque la verdad es en si misma una paradoja, como decía en una entrada anterior. La verdad es un camino infinito en el que, por mucho que avancemos, siempre podremos dar un paso más.
Desde luego, hay teorías científicas que tratan de explicarlo. Los psicólogos hablan de resiliencia, esa capacidad que tenemos las personas para sobreponernos a la adversidad, por muy insoportable que parezca. Este concepto explica que podamos seguir viviendo tras la muerte de nuestros padres, tras la muerte de nuestros compañeros o compañeras, e incluso tras la muerte de nuestros hijos. Y es también mediante la resiliencia cómo se puede explicar que vivamos aún sabiendo que vamos a morir. Porque no vamos a negar que la muerte propia es una adversidad que, como seguridad absoluta, se produce en el momento mismo en que somos conscientes de que va a producirse. Y, en cambio, nos sobreponemos a ella.
Richard Dawkins, en “El gen egoísta”, dotó a estas paradojas de un cierto sentido. El objetivo de la supervivencia no es la sociedad, ni somos nosotros mismos. El objetivo de la supervivencia es el gen. Todos los seres vivos, desde las personas hasta los virus, no somos más que máquinas de supervivencia para un replicador llamado ADN. Y la única causa de todo sería una ley física, la de la “supervivencia de lo estable”, que es la que hace que lo que permanezca sean los grupos de átomos que alcancen ese estado de estabilidad. Todo en la vida sucede para garantizar la supervivencia de los átomos estabilizados en el ADN. Tiene mucho sentido.
¿Como se explican entonces los comportamientos irracionales, los sentimientos, o las supersticiones, entre ellas la religión? ¿Cómo se explica la paradoja?
La evolución habría llevado a las máquinas de supervivencia del ADN a crear a su vez otra máquina, el cerebro, que tiene también tiene una capacidad para replicar, en este caso comportamientos, o unidades de información cultural. De la misma manera que los genes son capaces de duplicarse, los seres dotados de cerebro somos capaces de los que nos sucedan nos imiten. Por eso Dawkins, además de hablar de genes (como unidades de información genética) habla de memes (como unidades de información cultural). Uno de los espectáculos más sobrecogedores a los que he asistido en mi vida ocurrió en la península de Valdes, en Argentina, cuando un grupo de orcas adultas enseñaba a sus crías un sistema de caza consistente en atrapar leones marinos sobre la arena de la playa. Las orcas quedaban varadas hasta la llegada de la siguiente ola. Sólo las orcas de aquellas latitudes cazan así, por lo que no se trata de un instinto asociado a la especie sino un comportamiento social o cultural que se transmite entre generaciones.
No se si lo han hecho ya, pero los sociólogos deberían inventar un concepto equivalente a la resiliencia para explicar por qué a pesar de que las personas seamos seres condenados a imitar a los que nos precedieron somos capaces de sobreponernos y avanzar, somos capaces de no resignarnos y rebelaros incluso contra la ley física de la supervivencia de lo estable.
¿Donde encajan la ética y la moral? ¿donde encaja la empatía? El cerebro no solamente nos otorga la capacidad de imitar, sino también la de ponernos en lugar del otro, compartir sus sentimientos y sus padecimientos: desde la vergüenza ajena hasta la solidaridad.
Somos seres paradójicos, con capacidad de rebeldía a pesar de haber sido concebidos para garantizar la estabilidad. Capaces de cambiar el significado biológico de placer y bienestar, capaces de valorar lo inútil y lo vulgar por el simple hecho de vivir con otros y ponernos en su lugar.
Los genes han sido capaces de fabricar cerebros y los cerebros serán capaces algún día de ir más allá. Hasta ahora se ha creído que este nuevo paso sería la inteligencia artificial. Yo creo más bien que será algo así como la inteligencia compartida. El mecanismo de evolución de los genes es la réplica, el de los cerebros la imitación, y el de lo que venga después será la compartición.
Se trata de un proceso que empezó, probablemente, en los peripatéticos paseos de Aristóteles; que continuó con los libros y con los medios de comunicación. Hoy la red nos acerca más a ese objetivo. Cuando escribo ésto soy capaz de acceder inmediatamente al conocimiento de alguien a través de herramientas como Google.
Ideas como la de la neutralidad, la igualdad, la solidaridad, la empatía o la abolición del poder adquieren una relevancia todavía mayor de la que adquirieron en procesos como la Revolución francesa o en propuesta como el marxismo.
Toda esta reflexión es el resultado de algo que me pasó el otro día. Pude comprobar lo que sucede cuando un sistema de comunicación en red se sostiene en un esquema de jerarquía (de poder). El mandato de Pentecostés (el de las llamitas y la reversión de la condena de Babel) dio origen al ejemplo más exitoso de redes sociales habido hasta el momento: la Iglesia Católica. Una propagación a través de individuos: “id por todo el mundo y anunciad el evangelio”. La red que se creó entonces no fue en absoluto neutral. De hecho, el mensaje original fue cambiado y distorsionado en numerosas ocasiones por aquellos que tenían el poder de hacerlo: las altas jerarquías.
El resultado fue una cápsula de veneno mortal recubierta de aquel mensaje original de amor, igualdad y solidaridad. Las personas siguieron comulgando aquel rico caramelo en el que los poderosos habían escondido su ansia de poder, riqueza y sometimiento.
Pero, a veces, el veneno aflora. El otro día, en una romería en un pueblo de Galicia, en un entorno de diversión y felicidad, un sacerdote dijo durante su sermón: “lo blanco es blanco y lo negro es negro, digan lo que digan las leyes, digan lo que digan los parlamentos”. Veneno puro, por muy estable que sea la iglesia, por mucho que forme parte de nuestra memética, por mucho que garantice el cielo (o el equivalente científico de la supervivencia de los genes).
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