Coca Cola pierde la falda. ¿El final de la era del vacío?

Siempre he sido un admirador del pragmatismo comunicativo de Coca Cola, de esa capacidad camaleónica de asociar a un símbolo inmutable unos valores cambiantes. El hippismo de la “chispa de la vida”, la fiebre light, las colaboraciones con ONGs, el salto del telón de acero y hacia los mercados emergentes, el hedonismo del “destapa la felicidad”... Coca Cola ha sido y sigue siendo algo así como una radiografía a tiempo real de la era moderna y de lo que ha venido después, se llame como se llame.

Muchos han querido ver en la Coca Cola un paradigma del sistema norteamericano más allá de la estrategia empresarial y luego, con la imposición internacional del modelo liberal, han hecho de esta marca un símbolo de la globalización y el capitalismo. Yo creo, sinceramente, que esta corporación no puede ser paradigma de nada, precisamente por su carácter camaleónico y su ausencia de valores propios.  En todo caso, podría representar a la eficacia porque hace que sus valores y compromisos cambien en función de los valores y compromisos de sus consumidores.

Por sus características corporativas, depende de la pervivencia, de la consolidación en el mercado y de la garantía de existencia a largo plazo. Para Coca Cola, en un momento concreto, la supervivencia es más importante que la cuenta de resultados. Tiene instinto de supervivencia. Forma parte de un capitalismo en vías de extinción, para el que la principal amenaza es ese otro capitalismo, el especulativo, en el que la cuenta de resultados es más importante que la supervivencia y para el que el éxito de un momento concreto anula cualquier vocación de pervivencia. Lehman Brothers y los bonos basura pueden desaparecer cuando han cumplido su función de concentración de capitales. Por lo que estamos viendo, hasta los Estados están amenazados si dejan de cumplir esa función. Porque aquellos en los que se concentra el capital son invisibles y no tienen ni carácter corporativo ni necesidades de imagen.

En el ideal de ese capitalismo evolucionado o neo-liberalismo está la ausencia de necesidad de mano de obra y la desaparición de la dependencia del consumidor o del ciudadano. Es algo que ya estamos empezando a ver en este momento. Sin embargo, el capitalismo más “tradicional” depende de factores como el valor que obtienen del trabajador y los procesos de producción o de prestación de servicios, de su capacidad de negociación y de la preferencia de los consumidores (plusvalía, valor añadido, competitividad...).

Me he referido a Coca Cola porque me ha llamado la atención su reciente estrategia de eliminar las curvas en su botella (creo que de dos litros). Para esta marca, el principal valor ha sido siempre el alto grado de implantación de su imagen. Algo que quedó claro cuando, hace algunos años, las catas ciegas entre los consumidores demostraban que “la gente prefería Pepsi”. Ya, “a ciegas” las gente prefería Pepsi pero, a la hora de consumir "a la vista", el comprador de la Coca Cola siguió decantándose por la "Coca Cola Classic" frente a la "New Coke" creada para emular el sabor del competidor. O sea, que lo realmente valioso para su competitividad eran las cualidades visuales, la imagen de marca y la estrategia publicitaria y de marketing cimentadas a lo largo de los años en una fidelidad.

Tradicionalmente, los especialistas en mercados y técnicas de venta identifican cuatro elementos principales en una imagen que trata de reflejar una identidad corporativa o de marca: el logotipo, el símbolo o anagrama, el color y la tipografía. Cada vez más, las marcas, en su afán por diferenciarse, comenzaron a recurrir a un elemento más, realmente diferenciador: el “quinto elemento”. En el caso de la Coca Cola, la sinuosidad de la botella ha constituido de una forma clara ese “quinto elemento”. La famosa “hobble-skirt bottle” (algo así como “botella de falda de medio paso”) fue patentada en 1915 y entró en el mercado en 1917. Desde entonces, forma parte de la identidad de la marca. De una marca que, como hemos dicho, es propensa a mantener sus símbolos inmutables por su necesidad de pervivencia y por esa demanda cimentada en la fidelidad. Es cierto que el cambio de botella que hemos empezado a ver este verano (sin curvas) es menos importante si tenemos en cuenta que está previsto que en 2014 la compañía Coca Cola cambie los envases  de todos sus productos por las “eco-bottles” cuadradas. Pero la explicación que han dado para el cambio da pie al simbolismo.

Según el anuncio, la eliminación de las curvas permite que el envase contenga un cuarto de litro más de bebida. Es decir, que es más eficaz a la hora de contener líquidos, más eficaz como envase.
Pero, ¿desde cuando al mundo corporativo le ha interesado la eficacia? Basta con leer los periódicos de la última década para descubrir que, en términos de competitividad, las palabras clave son efectividad (en la estratregia) y la eficiencia (en la producción, y comercialización).

Para el capitalismo clásico, hay algo de apocalíptico en el hecho de que Coca Cola pierda sus curvas.

En el contexto descrito por analistas lúcidos, como mi admirado Lipovetsky, el tiempo que viene después de la modernidad y antes de la decepción se caracteriza por el vacío (“La era del vacío”), representado por la ausencia de ideologías, por la satisfacción inmediata del deseo y por el poder de la moda, del "quiero" frente al "necesito". Coca Cola se adecuó a la perfección a esta era con esa ausencia de valores propios (y de ideología: vender incluso al otro lado del telón de acero) y con esa capacidad camaleónica de “estar a la moda”.

La retirada de las curvas de la botella es, físicamente, la desaparición del vacío (de ahí el simbolismo que he visto en este caso) y su sustitución por un beneficio tangible y crematístico. Algo que, de estar todavía realmente vigente la era del vacío, hubiese sido considerado hasta grosero y de mal gusto.

¿Qué ha pasado entonces? Por una parte, la aparición de esa pugna de “capitalismo contra capitalismo” que ha caracterizado los orígenes de la actual crisis económica. Las marcas están obligadas a aliarse con los consumidores para así ser más fuertes y necesarias ante esa amenaza de sucumbir bajo las garras de los “no productivos”. Los gobiernos de los Estados han renunciado a hacer política desde que se dejaron convencer de que los ciudadanos forman parte de los mercados, y que los mercados se regulan solos. Y por eso las marcas con instinto de supervivencia se han visto obligadas a hacer política al comprobar (en parte gracias a internet) que los consumidores de sus mercados son, en realidad, ciudadanos.

Por otra parte, la pérdida relativa de poder adquisitivo en una sociedad caracterizada por la necesidad de consumo ha resucitado el concepto de eficacia. No ya ante una necesidad real (de comer, de moverse para ir a trabajar...), sino en términos de la propia satisfacción más o menos inmediata de un deseo (de beber un refresco, de salir de vacaciones...).

El otro gran acontecimiento ha sido la constatación del deterioro que se está causando a la tierra y la extensión de una conciencia ecológica, al menos entre los ciudadanos (consumidores). Aunque nos hablen de “eficiencia” energética, en realidad se están refiriendo a “eficacia” en la conservación de nuestra vida (no es una opción, sino una necesidad).

Creo que hay un ejemplo extremo que me ha llevado a entender esa diferencia entre eficacia, efectividad y eficiencia entre el que tiene algo y el que lo necesita o lo quiere (que traducido a términos de mercado serían el productor o el proveedor y el consumidor). La eficiencia es entendida desde el punto de vista de quien tiene algo, y la eficacia desde el punto de vista del que lo necesita o lo quiere. Está en la propia definición de la RAE: eficacia: “capacidad de lograr el efecto que se desea o se espera”; y eficiencia: “capacidad de disponer de alguien o de algo para conseguir un efecto determinado”. En el caso de la efectividad ha sido el uso el que tal vez ha inclinado las connotaciones de la palabra del lado de la estrategia competitiva. El ejemplo al que me he referido es el de los medicamentos. Una medicina es eficaz si cumple con el objetivo de curar una enfermedad. Pero para el negocio farmacéutico, la efectividad (con esa connotación de estrategia competitiva) y la eficiencia dependen de los costes de producción y de logística y de la capacidad del enfermo de adquirir el medicamento. En un modelo liberal, la eficacia de un medicamento no vale de nada si no se garantiza un negocio efectivo y eficiente. En cambio, desde el punto de vista político es fácil entender la importancia que tuvo en su día el descubrimiento de la penicilina o de las vacunas.

Hoy, en la lógica ultra-liberal el efecto que se desea o espera es la concentración de capital. Eso sería su eficacia. Todo lo contrario a la democracia y a la sociedad del bienestar. Siguiendo con el ejemplo anterior, es lo que hemos visto con la alarma creada por los especuladores con la gripe-A en la que, para la multiplicación del valor de determinadas inversiones, ni siquiera hizo falta que existieran enfermos.

A estas alturas no se muy bien a dónde me lleva esta reflexión a partir de una botella. Desde luego, se están produciendo cambios importantes y han surgido amenazas que empequeñecen los grandes problemas de la era moderna (como la diferencia de clases). El futuro nos puede deparar alianzas inesperadas, por ejemplo si las empresas entienden la necesidad de incorporar la responsabilidad social en sus estrategias y si los ciudadanos entienden que en un contexto de red, su poder como consumidores se puede convertir en un poder político real.

Es lo que creo que puede pasar, aunque lo que realmente desearía es que lo que acabara con esta etapa pan-económica, de vacío y decepción resignada fueran la política, la ideología y la ilusión por la justicia y el bienestar.

Porque cuando hablo de política me refiero a los contratos justos para la convivencia pacífica entre las personas y no al teatro de marionetas al que ahora llamamos política.

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