Los derechos humanos no existen por un permanente "estado de excepción"
El pasado fin de semana, el New York Times publicaba un editorial sobre la sentencia que declara ilegal la intervención de comunicaciones sin orden judicial tras los ataques del 11-S a una organización caritativa musulmana de Oregon que fue considerada patrocinadora del terrorismo. El artículo tiene un título elocuente: “No te lo podemos decir”. Los asuntos que llevan a la Administración americana a espiar son tan secretos que ni siquiera se pueden revelar en una corte de justicia, algo que la sentencia considera absurdo. El editorial clama para que el presidente Obama termine, como se comprometió, con esta patente de corso del Estado sobre las personas. Pero, hasta ahora, no lo ha hecho.
No parece muy probable que lo haga si tenemos en cuenta que todos los Estados, en mayor o menor medida, han articulado sistemas para garantizar las excepciones: para que las personas bajo su autoridad vivan en un permanente “estado de excepción”.
En España, también durante el fin de semana, volvió a repetirse una paradoja que viene siendo demasiado frecuente en los últimos tiempos. Se ha vuelto a dar una coincidencia en la lógica de ETA y el Partido Popular, aunque cada uno la defiende desde lados opuestos de la trinchera. Sin embargo, es esa lógica la que pervierte la convivencia, sobre todo la de los que no queremos vivir esa guerra. El portavoz del PP, Javier Arenas, dijo que hacer que desaparezca ETA es “quedarse en la mitad del camino” y centró sus críticas en los “proyectos independentistas”. Casi al mismo tiempo, ETA sostenía en un comunicado que “desactivar la respuesta armada no soluciona el conflicto político”.
La respuesta para ambos es casi la misma: el objetivo de una sociedad que quiere convivir en paz es el fin de la violencia y sólo a partir de ahí es posible solucionar los conflictos, sean los que sean.
La otra batalla, la política, es perfectamente legítima: en Canadá se discute, e incluso se vota, sobre independentismo, y algo parecido sucede en Bélgica.
Sin embargo, en España se ha permitido que las leyes lleven demasiado lejos las excepciones a los derechos fundamentales: desde la propia Ley Antiterrorista hasta la Ley de Partidos. Y ahora, cualquier paso hacia la normalidad va a ser interpretada por una parte de la sociedad como una cesión a los terroristas o como la consecuencia de una negociación. Además, se ha hecho desde un planteamiento absurdo: el de ilegalizar la “no condena” del terrorismo.
Imaginemos que se aplique esa lógica a la iglesia. El Papa, durante sus múltiples intervenciones públicas en la Semana Santa, ha evitado condenar los casos de pederastia cometidos por destacados miembros de la organización católica, cuyos cargos fueron refrendados por él mismo. Todo el mundo estaba esperando esa referencia, pero no llegó. ¿No deberíamos, entonces, ilegalizar a la Iglesia Católica y encarcelar a Benedicto XVI? Todo el mundo entiende (lo comparta o no) que el Papa tiene sus razones estratégicas para evitar esta referencia pública. De la misma manera se podría entender (lo compartamos o no) que Otegi tenga razones estratégicas para negarse a condenar el terrorismo. Pero, de ahí a convertirlos en delincuentes por eso...
Creo que se ha llegado a esta situación, en buena medida, por esa potestad que tienen los Estados para evitar el respeto a los derechos de las personas. Los derechos humanos están contenidos en una Declaración, que no en una Convención, por lo que no son vinculantes para los Estados que conforman las Naciones Unidas. Por lo tanto, dependen de la relación entre los Estados y sus súbditos. Y sólo los estados son susceptibles de atentar contra los derechos humanos. El terrorismo puede ser una forma de delincuencia, pero no un atentado contra los derechos humanos.
Por lo tanto, cuando hablamos de derechos humanos deberíamos más bien hablar de derechos de los súbditos, lo que paradógicamente se denomina “derechos fundamentales”.
Considero que este matiz no es ninguna tontería, sobre todo si tenemos en cuenta la fuerza de los derechos de los Estados, incluso en la legislación internacional. Son los derechos de soberanía interna (entre los que estaría derecho de dominio) y externa (entre los que está el derecho de guerra). Los derechos humanos pierden toda su fuerza ante estos otros derechos. Independientemente de su grado de formalización o de dónde resida la soberanía, los hechos históricos nos demuestran su importancia y el enorme poder que se reservan los gobiernos.
Este hecho se contradice con los principios que han inspirado todas las Constituciones modernas, como la estadounidense de 1787, que rápidamente introdujo las diez enmiendas que son conocidas como la “Carta de Derechos”, que supuestamente limitan el poder del gobierno federal y que coinciden con los fundamentos de lo que más tarde sería la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
La organización social de las democracias occidentales está sostenida por una gran contradicción. Sobre todo en Europa, que se había erigido como garante de los derechos humanos, entendidos como derechos de las personas, como señaló el magistrado José Manuel Bandrés en su intervención ante el Forum de Barcelona. El propio Bandrés había escrito un artículo en El País muy citado sobre “La ley antiterrorista, un estado de excepción encubierto”.
Sin embargo, ha prevalecido la otra interpretación de los derechos humanos, como derechos de los súbditos, lo que ha llevado a justificar decisiones como la de la Administración Bush de espiar a personas musulmanas; o como las de la Administración Española, de aplicar la lógica de la lucha contra el independentismo, en lugar de la lucha contra el terrorismo. Lo que se defiende ahí son más bien los derechos de soberanía y, en el caso español, daría la razón a quienes interpretan que existe una “ocupación” de un territorio.
El derecho de las personas, como en parte dicen las constituciones, debería anteceder a los demás. Sin embargo, estamos viendo cómo se corta las alas a un juez que interpreta de esa manera los derechos humanos, que sólo pueden ser vulnerados por los Estados, y que no tiene reparos en procesar a los responsables de esos Estados. Y es ahí cuando se encuentra con los derechos de soberanía, que ganan una vez más a los derechos humanos. Un juez que, por cierto, tiene problemas por la denuncia de un partido que se niega a condenar el “golpismo” de Estado. ¿Podemos ser más contradictorios?
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