Los últimos periodistas

Me temo que cuando dentro de unas décadas se estudie el periodo actual como parte de la historia no solamente se hablará de una depresión formal en una gráfica de evolución económica, sino de un cambio mucho más profundo. Es posible incluso que se hable de un cambio de era. No se... Lo mismo creyeron los neo-liberales cuando anunciaron, por boca de Fucuyama “El final de la historia”, y coronaron a Bush emperador de una post-historia que preveían sin ciclos económicos ni conflictos. Menudos profetas...
Si tengo que elegir, me caen mejor los integrados que los apocalípticos, aunque no creo que las definiciones de Eco del 65 estén todavía vigentes, como tampoco creo que lo esté ya la globalización entendida como aquella aldea de McLuhan. Por eso creo que el tiempo dará una mayor trascendencia al momento actual: porque está superando las previsiones de las teorías más audaces y aventuradas, como pudieron ser las de estos dos autores.
No creo tampoco en el papel protagonista que se quiere dar a la tecnología, a la que se ha acusado de haber “asesinado” a los periódicos en el célebre artículo de The Economist de 2006. La tecnología, eso sí, nos esta proporcionando las herramientas necesarias para el cambio. En ese artículo se cita un libro que asegura que los periódicos desaparecerán en Norteamérica en 2043. Con este dato, y tras la fiebre de la película “2012”, no puedo negar que lo que voy a contar tiene un poco de apocalíptico. O no.
El artículo de The Economist empezaba con una cita Arthur Miller que creo que es un buen punto de partida para entender lo que está pasando. El dramaturgo dijo en 1961 que un “periódico es un pueblo hablando consigo mismo”. Una definición sencilla y genial que nos lleva, con la evocación de Eco y McLuhan al concepto de “masas”: comunicación de masas y consumo de masas, la una al servicio de la otra. Un esquema perfecto de sumisión en el que la clase dominante no es ya la que tiene los medios de producción, sino la que tiene los medios de comunicación.
Hace algún tiempo, algunos creadores gráficos, sobre todo del ámbito del diseño, se dieron cuenta de que la tecnología abría el camino a que cualquiera pudiera ser considerado creador. Bastaba con acceder a unos medios técnicos cada vez más asequibles (photoshop, freehand...) y, sobre todo, con internet se abría hasta el infinito el campo del juicio sobre lo que puede ser considerado o no una creación. Todo empezó con el manifiesto “The First Things”, que se tradujo como “Lo primero es lo primero”, en 1964. Los diseñadores asumieron una responsabilidad social y se negaron a aceptar que su trabajo tenía como único fin el fomento del consumo de masas. Surgieron montones de movimientos de diseño comprometido. Uno de los últimos y más activos fue el que tuvo como argumento la guerra de Irak y que dio lugar a numerosas colecciones de diseños aportados por personas de todo el mundo a través de la red, como la recogida en el libro “Carteles contra una guerra. Signos por la paz”.
Esta democratización de la creatividad no sólo tiene como escenario internet, sino también las propias calles, con fenómenos como el grafiti o el “marketing de guerrilla”.
Con la música pasa algo parecido con el nacimiento de MySpace y la polémica sobre las descargas y los derechos de autor y los refrescantes y cada vez más frecuentes músicos de la calle; el cine y la televisión, con Youtube y Emule; y es de esperar que tarde o temprano pase también con otras artes, como la literatura.
En realidad, si vemos hacia abajo, no hay demasiados cambios: hay creativos que quieren crear. Muchos, y, según quien juzgue, seguro que muy buenos.
La verdadera convulsión la encontramos si miramos hacia arriba. El grave problema lo tienen aquellos que tenían en sus manos decidir quién o qué valía y quién o qué no.
Vuelvo al tema del consumo de masas y su norma básica: la oferta y la demanda. Hasta ahora, la oferta ha querido mantener el control a través de la comunicación de masas. De hecho, si nos fijamos en los estudios que determinan el éxito o el fracaso en comunicación veremos que siempre se hacen en función de la oferta, y nunca de la demanda. En los “share” de televisión se impone lo que los diferentes canales ofrezcan a una hora determinada y los índices de lectura de la prensa están en función de lo que los diferentes periódicos hayan elegido como noticias dignas de ocupar un espacio. Por ejemplo, en una competición de audiencia en una franja en la que coinciden Belén Esteban, los zumbados de Gran Hermano, el periodismo delirante de La Noria y cualquier otra frikada por el estilo, hay uno de gana, y alguien que sentencia: “el público quiere...”.
Sin embargo, en las redes sociales, en Youtube o en el sistema boleano de Google News, la oferta es tan gigantesca que quien decide sobre el éxito o el fracaso es la demanda: el vídeo más visto, el evento más visitado o la información más demandada. Y eso sí es lo que el público quiere. "Un pueblo hablando consigo mismo". Es la nueva realidad del consumo descrita en el Manifiesto Cluetrain.
Entiendo que es muy descorazonador para quien quiere mandar, pero es muy reconfortante para aquel al que no le gusta ser dirigido.
Es en este contexto en el que una visión sobre el futuro del periodismo, como oficio o como actividad profesional, es necesariamente apocalíptica, y, sin llegar a la precisión del libro “The Vanishing Newspaper”, de Philip Meyer, que habla de 2043, no es aventurado decir que los que están actualmente en activo podrían ser los últimos periodistas.

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